Por Alejandro Brito
La homosexualidad en sus diversas y múltiples expresiones ha ganado en los últimos años una visibilidad pública indiscutible y, al parecer, irreversible en nuestro país. Hombres y mujeres gay, y bisexuales, personas transexuales y transgénero se han hecho visibles en casi todos los ámbitos sociales, culturales, políticos y del espectáculo. Las diferentes opciones sexuales e identidades de género comienzan a tomarse en cuenta en los programas gubernamentales, en los proyectos institucionales y académicos y en el reconocimiento de derechos en la medida en que esa visibilidad se acrecienta.
El proceso, por supuesto, no es parejo, está más marcado en las grandes ciudades que en los pequeñas, en los entornos familiares más que en los laborales, en las nuevas generaciones más que en las precedentes, en los ámbitos populares más que en las élites políticas y económicas, y en los medios más que en las escuelas. Sin embargo, esta creciente visibilidad social carece de representación organizada y reconocida. El movimiento gay organizado se encuentra rezagado en comparación a la masificación y omnipresencia de la diversidad sexual. En particular, carece de liderazgos y de agrupaciones que reúnan al grueso de activistas y tengan poder de convocatoria probada dentro de la comunidad. Y eso es muy perceptible en la marcha del orgullo gay, donde antros y discotecas son los que congregan al mayor número de gente, acaparan la atención y diluyen los mensajes políticos y reivindicatorios.
De esta falta de liderazgos y espacios propios de militancia gay, los partidos políticos se están beneficiando. Oportunismos y arribismos aparte, algunos activistas están buscando en esos organismos políticos espacios de participación. Y eso, en sí, no está mal, lo perjudicial es que suceda en detrimento de la construcción de un movimiento social fuerte y autónomo.
Resulta claro que uno de los retos del activismo lésbico-gay, bisexual y transexual es dotarse de un organismo representativo, nacional y autónomo que reúna al conjunto de organizaciones de la diversidad sexual y de la lucha contra el sida, y que sea capaz de erigirse como interlocutor reconocido y legítimo frente a los diversos poderes: frente a las instituciones del poder ejecutivo, frente al legislativo y frente a los diferentes partidos políticos. La coyuntura abierta por la aprobación de la Ley de Sociedades de Convivencia hace muy factible la posibilidad de erigir tal estructura. En muchas ciudades del país se vive una efervescencia de manifestaciones públicas de la diversidad sexual y se percibe esa necesidad de liderazgo propio, capaz de coordinar acciones e impulsar una agenda de reivindicación a nivel nacional. Es hora pues de construir la Federación de Lesbianas, Gays, Bisexuales, Transexuales y Transgéneros de México.
Suplemento Letra S No. 132. Periódico La Jornada.
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