Los ví caminar presurosos, sudando copiosamente. Seguí sus pasos a través de un mercado amarillento de flores, largos y finos tallos que se coronaban con diminutos pétalos, extendiéndose hasta rozar los pies de los marchantes. Muy pronto me sentí extasiado con el aroma de las gardenias como todo el pueblo, fuera de mí extravié la razón entre los laberintícos pasillos y la vendimia. Mi curiosidad persecutoria me llevó a caminar en una silenciosa procesión de flores.
Al recobrar la cordura me encontré de frente a una obra de albañilería inconclusa, y desde lo alto de uno de sus muros, una cruz ataviada de coloridas bandas de papel de china me contemplaba orgullosa de las flores ofrendadas, de las luces perpetuas encendidas en su honor.
En aquélla construcción, una cumbia jacarandosa sonaba en la vieja radio. Un grupo de hombres sucios y cansados escenificaban la última cena. Al centro el maestro partía la tortilla para remojarla en el mole y pasarla a sus aprendices. La cerveza familiar se multiplicaba en vasitos de unicel, y entonces el milagro apareció: la bebida nunca terminaba, sus botellas se llenaban a merced del maestro de espuma y amarillo color. Y el maestro reía.
Fuí testigo de aquélla maravilla y fui conminado a divulgar la tradición so pena de maldecir la columna de mis huesos, de aniquilar mis construcciones, derribarlas con renglones chuecos, palabras sin amalgama, lapidación de la sensibilidad para los que desprecien a los desposeídos. Hoy reconstruyo la tradición y seré mil y una vez bendecido.
2 comentarios:
Lo hiciste!!! Bien. Una perspectiva distinta de un celebracion que por lo general los que vivimos ajenos al ramo de la construccion pasamos por alto. Un abrazo
Tan buen relato que se me antojó la tortilla mojada en mole y la chela en vasito de unicel.
Saludines
Angelín
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