Nos amanecimos en el bar, esa noche el llegó con una rosa y un sobre verde. Allá "Coe", el amigo que se lo había traído de monterrey hace unos años, nos encontró amarrados en un abrazo jubiloso. Lo invitamos a quedarse en nuestra mesa y la noche se hizo corta. Afuera la luz matutina comenzaba a meterse en los viejos edificios del centro histórico, les confería distintos matices a su paso, al principio gris y dorado al repuntar el alba. Me gustaba ese efecto de cambio que tenían las cosas. Llegamos a Altamira, al barrio en el que nuestro amigo tiene su casa para dormir un par de horas y levantarnos cuando el estómago reclamó su cuota por los excesos de la desvelada. Unos mariscos picantes me hicieron sudar, la cerveza que bebí como desayuno en lugar del café solo empeoró mi condición: otra vez estaba ebrio.
El taxi se abrió paso por la avenida principal, y a pesar del tráfico me pareció veloz. En casa mi abuela nos recibió con la curiosidad de saber dónde había pernoctado, con fingido interés. Tomás conoció a mi prima Perla, amiga y cómplice de mis juveniles aventuras porteñas. Era el medio día y salimos a la avenida con la intención de comprar la comida, pero nuestros pasos estuvieron negados para conseguir los sagrados alimentos sin antes haber hecho algo con los síntomas de la resaca. En contraesquina de la casa, con un molino de viento bidimensional levantado en lo alto, de extraña sensación donquijotesca, se anunciaba portentoso "El Gran Vals" con una extensa variedad de botanas.
Un clima artificial nos recibió y nos devolvió la alegría, adentro a penas unos cuantos clientes regados en las mesas del fondo, junto al diminuto escenario donde nos aseguraban, a las 5 de la tarde un puñado de músicos amenizarían el ambiente para beneplácito de los parroquianos. A nosotros no nos interesó mucho el dato, a pesar de que nuestra mesera -una robusta mujer de amena conversación y gráciles modos- nos recomendaba quedarnos a escuchar. Por ella nos enteramos de que el lugar había sido recién remodelado en sus interiores, que anteriormente mostraba una imagen rústica con las paredes de madera y el inmobiliario artesanal, que la mayor parte de su clientela son gente mayor y que jóvenes como nosotros eramos una rareza siempre bienvenida en el bar.
The Beatles sonaron en la sinfonola y a mi me entraron las canas y los tiempos en el rostro, con video incluido de mis canciones favoritas. Las cervezas pronto disminuyeron los síntomas de la resaca y nos devolvían alegres, conversadores, maravillados de los pequeños detalles que nos hacían la estancia agradable. Se acumularon los envases y las cuentas. Nosotros fuimos los improvisados di yeis que programaron la música y nuestras personalidades se anteponían en un duelo musical ecléctico: La Sonora Santanera, Los Héroes del Silencio, Los Terrícolas, The Doors, y una innumerable colección de música antigua.
A las cinco en punto la sinfonola se apagó, no importando que mi selección musical se quedara incomplet, sin reproducción. Los primeros acordes de ka canción "Lágrimas Negras" sonaron con intensidad y yo abrí los ojos a semejanza de dos platos relucientes, maravillado por las libertades de interpretación que los músicos se concedieron en la versión de este hermoso tema cubano. Desde ese momento se ganaron mis aplausos, vivas, hurras y mi canto desafinado saltando con ligereza entre boleros, son montuno y danzones.
Los 5 músicos vestían de una forma por demás sencilla. Con aires de nostalgia. Las gafas negras de fuerte estilo deportivo resaltaban con los entallados pantalones semi acampanados y las guayaberas. Todos viejos. Todos música, pasión, entrega y canto.
Una pareja de damas maduras ingresaron familiarmente al bar. Se sentaron en la mesa de junto, en el justo momento en que un músico le arrancaba el sonido a su guitarra. A mi me parecían devotas recién llamadas a réplica de campana para escuchar misa. Tomás y yo no dábamos crédito a la paulatina transformación del local. Cuando aplaudí frenético celebrando la primera canción, una de las damitas me gritó al oído que aquélla era una música bonita. Yo sonriente y conversador le hablé de mi pasión por la cultura cubana y ambas nos sonrieron asombradas por tales gustos.
Allí comenzó una entrecortada conversación. Una de ellas, la de imagen fuertemente masculina era las más apasionada, hablaba con desparpajo, con la seguridad que tienen los que han vivido tanto, con autoridad inflexible, nos habló de música, de política, de economía, de su vida en el Estado de México cuando era niña. La otra, de quien me gustaban sus ojos de Hush puppy, serenos, tiernos, ligeramente melancólicos, tenía una voz dulce y nos hablaba con cariñitos casi siempre respaldando las opiniones vertidas.
La gente se animaba a bailar y entonces un músico de blancas barbas, corazón romántico y pies ligeros se robó a una de nuestras recién conocidas amigas. Los vi alejarse con pudor y con el ritmo acompasado de los boleros, sus cuerpos buscaron el hombro, la cintura y los ojos. Se amoldaron el uno al otro para moverse al unisono, para abandonar en la pista sus soledades y el vestigio de alguna antigua miseria. Fundirse en un solo cuerpo, sensuales, sexuales, dejándose llevar en cualquier dirección, perderse en la letra de una canción, en los pasos arrastrados suavemente por el suelo, todo esto en el breve tiempo que dura una pieza, y al final una palabra bonita, la sonrisa agradecida, la promesa de otro baile.
Tomás y yo estábamos felices de cumplir un año juntos, ellas por todo el tiempo de sus vidas. Miré al rededor y todos parecían rejuvenecidos, dejamos detrás la risa hilarante, el beso furtivo, los pies danzantes, la bebida generosa. Salimos envejecidos, afuera nos envolvió un ligero aroma a petate y nos cayó la noche.
El taxi se abrió paso por la avenida principal, y a pesar del tráfico me pareció veloz. En casa mi abuela nos recibió con la curiosidad de saber dónde había pernoctado, con fingido interés. Tomás conoció a mi prima Perla, amiga y cómplice de mis juveniles aventuras porteñas. Era el medio día y salimos a la avenida con la intención de comprar la comida, pero nuestros pasos estuvieron negados para conseguir los sagrados alimentos sin antes haber hecho algo con los síntomas de la resaca. En contraesquina de la casa, con un molino de viento bidimensional levantado en lo alto, de extraña sensación donquijotesca, se anunciaba portentoso "El Gran Vals" con una extensa variedad de botanas.
Un clima artificial nos recibió y nos devolvió la alegría, adentro a penas unos cuantos clientes regados en las mesas del fondo, junto al diminuto escenario donde nos aseguraban, a las 5 de la tarde un puñado de músicos amenizarían el ambiente para beneplácito de los parroquianos. A nosotros no nos interesó mucho el dato, a pesar de que nuestra mesera -una robusta mujer de amena conversación y gráciles modos- nos recomendaba quedarnos a escuchar. Por ella nos enteramos de que el lugar había sido recién remodelado en sus interiores, que anteriormente mostraba una imagen rústica con las paredes de madera y el inmobiliario artesanal, que la mayor parte de su clientela son gente mayor y que jóvenes como nosotros eramos una rareza siempre bienvenida en el bar.
The Beatles sonaron en la sinfonola y a mi me entraron las canas y los tiempos en el rostro, con video incluido de mis canciones favoritas. Las cervezas pronto disminuyeron los síntomas de la resaca y nos devolvían alegres, conversadores, maravillados de los pequeños detalles que nos hacían la estancia agradable. Se acumularon los envases y las cuentas. Nosotros fuimos los improvisados di yeis que programaron la música y nuestras personalidades se anteponían en un duelo musical ecléctico: La Sonora Santanera, Los Héroes del Silencio, Los Terrícolas, The Doors, y una innumerable colección de música antigua.
A las cinco en punto la sinfonola se apagó, no importando que mi selección musical se quedara incomplet, sin reproducción. Los primeros acordes de ka canción "Lágrimas Negras" sonaron con intensidad y yo abrí los ojos a semejanza de dos platos relucientes, maravillado por las libertades de interpretación que los músicos se concedieron en la versión de este hermoso tema cubano. Desde ese momento se ganaron mis aplausos, vivas, hurras y mi canto desafinado saltando con ligereza entre boleros, son montuno y danzones.
Los 5 músicos vestían de una forma por demás sencilla. Con aires de nostalgia. Las gafas negras de fuerte estilo deportivo resaltaban con los entallados pantalones semi acampanados y las guayaberas. Todos viejos. Todos música, pasión, entrega y canto.
Una pareja de damas maduras ingresaron familiarmente al bar. Se sentaron en la mesa de junto, en el justo momento en que un músico le arrancaba el sonido a su guitarra. A mi me parecían devotas recién llamadas a réplica de campana para escuchar misa. Tomás y yo no dábamos crédito a la paulatina transformación del local. Cuando aplaudí frenético celebrando la primera canción, una de las damitas me gritó al oído que aquélla era una música bonita. Yo sonriente y conversador le hablé de mi pasión por la cultura cubana y ambas nos sonrieron asombradas por tales gustos.
Allí comenzó una entrecortada conversación. Una de ellas, la de imagen fuertemente masculina era las más apasionada, hablaba con desparpajo, con la seguridad que tienen los que han vivido tanto, con autoridad inflexible, nos habló de música, de política, de economía, de su vida en el Estado de México cuando era niña. La otra, de quien me gustaban sus ojos de Hush puppy, serenos, tiernos, ligeramente melancólicos, tenía una voz dulce y nos hablaba con cariñitos casi siempre respaldando las opiniones vertidas.
La gente se animaba a bailar y entonces un músico de blancas barbas, corazón romántico y pies ligeros se robó a una de nuestras recién conocidas amigas. Los vi alejarse con pudor y con el ritmo acompasado de los boleros, sus cuerpos buscaron el hombro, la cintura y los ojos. Se amoldaron el uno al otro para moverse al unisono, para abandonar en la pista sus soledades y el vestigio de alguna antigua miseria. Fundirse en un solo cuerpo, sensuales, sexuales, dejándose llevar en cualquier dirección, perderse en la letra de una canción, en los pasos arrastrados suavemente por el suelo, todo esto en el breve tiempo que dura una pieza, y al final una palabra bonita, la sonrisa agradecida, la promesa de otro baile.
Tomás y yo estábamos felices de cumplir un año juntos, ellas por todo el tiempo de sus vidas. Miré al rededor y todos parecían rejuvenecidos, dejamos detrás la risa hilarante, el beso furtivo, los pies danzantes, la bebida generosa. Salimos envejecidos, afuera nos envolvió un ligero aroma a petate y nos cayó la noche.
4 comentarios:
HR
Felicidades por el tiempo que llevas con Tomás. Me hubiera gustado estar en "El Gran Vals" para echarme unas chelas con ustedes y platicar de música cubana, que también me fascina.
Saludines
Angelín
Caramba ese baile de la dama con el caballero me recordó la película "Aroma de mujer".
Nada como ver el sol salir, y verlo de nuevo ocultarse estando uno con la compañía adecuada.
Saludos a ritmo de vals.
El Zórpilo.
Mi querido amigo:
Me encantó tu relato, crónica, llena de sonidos, de iamgenes y de recuerdos porteños.. ah! El son cubano, en un congal de mi puerto jaracho, la compañia de una dama madura... Homo (que no dire tu nombre sin consentimiento) un abrazo.
Homo!!!
Mi bloggero favorito!!!
Lindo, precioso tu post. Y felicidades por el aniversario!!!
Me llevaste a ese lugar, me imaginé sentada en una mesa comiendo esos mariscos picantes con una Corona en la mano, (lo he hecho tantas veces después de largas noches de juerga), y luego, sentada ahí, junto a las nuevas amigas disfrutando del grupo cubano. Cuando vaya a México nos vamos a carretear!!! jajajaa!!!
Un beso para ti, felicidades de nuevo, y gracias por tus comentarios que me encantan!
Alfonsina
(...Cicuta O Maleza?...)
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