En ese entonces comenzaba a salir de mi barrio a recorrer la ciudad en bicicleta, tardes enteras descubriendo parques nunca antes vistos, plazas, tiendas comerciales, grandes avenidas, unidades habitacionales, casas residenciales y toda una suerte de espacios sorprendentes. La ciudad de pronto me pareció un organismo vivo que crecía a un ritmo misterioso y disparejo. Amaba el aire veraniego golpeándome violento el rostro.
En la Plaza de la Bandera, una extraña y moderna construcción se levantaba más allá de las copas de los árboles. Tenía forma de una cruz hundida en el piso y de pirámide desplomada cuyo interior estaba decorado con numerosos vitrales, pero que me daba la impresión de ser una nave espacial impactada en el corazón de aquél pulmón verde en la capital potosina.
En un costado de la Iglesia de la Santa Cruz, de forma inadvertida, discreta, gris y silenciosa, me percaté de una entrada que me llamó la atención inmediatamente, tal vez contagiado con el reciente espíritu de explorador urbano, o por una pasión arqueológica muchos años escondida, o incluso quizá motivado por la consabida y apremiante curiosidad, me asomé a los adentros de aquél anexo casi olvidado.
Ante mis ojos aparecieron centenares de libros obsesivamente ordenados en estantes metálicos. Vi algunas mesas con sus respectivas sillas distribuidas uniformes en una sala muy fría, en la que escazamente entraban los rayos del sol. Habían también dos personas que leían concentradas unos libros viejos (lo supe por el color pardo de sus hojas) , que solo detenían la lectura para tomar un bolígrafo y hacer anotaciones apresuradas en cuadernos muy blancos.
Alguien al otro lado de la puerta me invitó a pasar. Con pies delicados y lleno de un sentimiento eclesiástico di unos pasos al interior, ese insospechado santuario a la sabiduría de inmediato me hacía enmudecer de ignorancia. Caminé con extremo cuidado, con pasos precavidos, porque tenía miedo de que mis zapatos rechinaran en el encerado piso y los feligreses interrumpieran furiosos sus lecturas, o que la torpeza adolescente de mis piernas me hicieran ir a dar contra los estantes y vaciar las palabras de los libros por el suelo y entonces ser castigado volviendo a poner las letras sobres las páginas. Afortunadamente nada de esto pasó y pude sentarme muy lentamente en una de las sillas para observar ese enigmático lugar, y entonces en revelación súbita, recordé a mi maestra de 6o año de primaria hablándonos de la existencia de esos insólitos espacios a los que nos exhortó a sacarles provecho.
Y así lo hice. A penas recuperado del temor inicial a ser reprendido por una ruidosa aparición en la biblioteca, o de importunar a las atareadas y letárgicas bibliotecarias, comencé a desarrollar una viciosa adicción a los libros. Leía de todo, atropelladamente, enloquecido, sin una lógica predeterminada, como un prisionero al que se le ha privado de lo más básico y al que de pronto ponen ante su vista suculentos manjares. En la escuela yo era un loco.
En la Plaza de la Bandera, una extraña y moderna construcción se levantaba más allá de las copas de los árboles. Tenía forma de una cruz hundida en el piso y de pirámide desplomada cuyo interior estaba decorado con numerosos vitrales, pero que me daba la impresión de ser una nave espacial impactada en el corazón de aquél pulmón verde en la capital potosina.
En un costado de la Iglesia de la Santa Cruz, de forma inadvertida, discreta, gris y silenciosa, me percaté de una entrada que me llamó la atención inmediatamente, tal vez contagiado con el reciente espíritu de explorador urbano, o por una pasión arqueológica muchos años escondida, o incluso quizá motivado por la consabida y apremiante curiosidad, me asomé a los adentros de aquél anexo casi olvidado.
Ante mis ojos aparecieron centenares de libros obsesivamente ordenados en estantes metálicos. Vi algunas mesas con sus respectivas sillas distribuidas uniformes en una sala muy fría, en la que escazamente entraban los rayos del sol. Habían también dos personas que leían concentradas unos libros viejos (lo supe por el color pardo de sus hojas) , que solo detenían la lectura para tomar un bolígrafo y hacer anotaciones apresuradas en cuadernos muy blancos.
Alguien al otro lado de la puerta me invitó a pasar. Con pies delicados y lleno de un sentimiento eclesiástico di unos pasos al interior, ese insospechado santuario a la sabiduría de inmediato me hacía enmudecer de ignorancia. Caminé con extremo cuidado, con pasos precavidos, porque tenía miedo de que mis zapatos rechinaran en el encerado piso y los feligreses interrumpieran furiosos sus lecturas, o que la torpeza adolescente de mis piernas me hicieran ir a dar contra los estantes y vaciar las palabras de los libros por el suelo y entonces ser castigado volviendo a poner las letras sobres las páginas. Afortunadamente nada de esto pasó y pude sentarme muy lentamente en una de las sillas para observar ese enigmático lugar, y entonces en revelación súbita, recordé a mi maestra de 6o año de primaria hablándonos de la existencia de esos insólitos espacios a los que nos exhortó a sacarles provecho.
Y así lo hice. A penas recuperado del temor inicial a ser reprendido por una ruidosa aparición en la biblioteca, o de importunar a las atareadas y letárgicas bibliotecarias, comencé a desarrollar una viciosa adicción a los libros. Leía de todo, atropelladamente, enloquecido, sin una lógica predeterminada, como un prisionero al que se le ha privado de lo más básico y al que de pronto ponen ante su vista suculentos manjares. En la escuela yo era un loco.
Cierto día las señoritas (unas solteronas muy tiernas, de habla pausada y tranquila) me pidieron que me quedara a un evento que tenían preparado esa misma tarde, dijeron que el conferencista estaría charlando sobre astronomía, un tópico del que comenzaba a tener gran interés.
A la hora convenida y después de conectar muchos cables de luz a aparatos extraños y fuentes de poder, un hombrecito de mediana edad se apoderó de un micrófono, al que se aferró ansioso y se dirigió a un reducido grupo de personas muy disímbolas entre sí. Algunas tomaban posturas muy serias y nunca volteaban a saludar al vecino, los jóvenes abrazaban a sus novias con discreción y los otros niños como yo parecían forzados a permanecer pegados en sus sillas con mucha inquietud. La tarde caía y del proyector de diapositivas aparecieron sorprendentes imágenes del sistema solar, de la vía láctea y de los confines mas apartados del universo. Yo me enamoré de las nebulosas irremediablemente.
Recuerdo que cuando nos detuvimos a analizar los misterios guardados en el impenetrable planeta rojo de nuestro sistema solar, nos mostraron fotogramas espeluznantes, extensos mares de fuego y azufre me remitían a la noción que desde niño mi madre y mi abuela me habían predicado: el infierno. Las profecías cobraban cierta validéz científica y eso me daba un poco de asfixia, tanto que me estremecía.
Una tras otra las imágenes ilustrativas suponían la topografía marciana, su extinta hidrografía e ilustrativamente se teorizaba sobre sus temperaturas. Tener una idea exacta de lo que sucede en Marte era una idea muy lejana en esa época y casi imposible para el ojo humano. Nos consolaba el conferencista con promesas de tecnologías en pleno desarrollo para futuras exploraciones, el tenía informes de que otros países estaban haciendo pruebas a sus nuevas naves, y de lanzamientos secretos, pero esa información nos parecía mas un mito y una falsa promesa que prácticamente hoy nos parece inocente y boba: ya sabemos como es Marte y hasta hemos bautizado sus montes.
Mi costumbre a mirar el cielo nocturno se agravó. Las tardes nostálgicas en las que mi cuerpo comenzó a cambiar dramáticamente, eran seguidas por la vigilancia de los astros de forma ritual. Con los pesos que me ganaba empacando bolsas en el supermercado, compraba una revista especializada en Astronomía. Me aprendí las constelaciones y me gustaba encontrar a Castor y Pollux para delinear el signo zodiacal bajo el que había nacido. También presencié lluvia de estrellas, eclipses lunares y tránsitos de objetos celestes con mapa celeste en mano.
La casa de a lado, que había permanecido desocupada por meses una vez más encendía sus luces. Una numerosa familia la había ocupado con sus muebles y con un griterío ensordecedor. Las primeras semanas nos limitamos a observar a los inquilinos, nos aprendimos sus ademanes, su acento chilango, sus juegos, su andar y sus contrastes.
Pronto hicimos amistad mi hermano y yo con los niños con edad parecida a la nuestra, así que salíamos a explorar los llanos cerca del anillo periférico montados en las bicicletas de montaña, hacíamos duelos de baloncesto y yo declinaba las invitaciones a echarnos las vespertinas cascaritas para no abandonar mi pasión por los cielos.
Me gustaba subirme al techo de la casa y ver el ocaso, el sol agonizante sangraba los cielos para el asombro y la nostalgia de quien se detenía a presenciar su muerte. Entonces la tierra también moría, poco a poco perdía su calidez y se tornaba primero tibia, después fría. La aparición de las primeras estrellas coincidía con la brisa vespertina que me enchinaba la piel. Lo más cómodo era recostarse en la azotea y dejar que el pensamiento rascara inquisitivo el estrellado cielo.
Esa tarde él se animó a subir conmigo. Tenía días que me observaba abandonar la palomilla de amigos para aparecer en lo alto de mi casa. En silencio le mostraba las primeras estrellas que comenzaban a aparecer tímidas en el firmamento, el las miraba con fingido interés y nos hundimos en un silencio aún mas profundo. Siguiendo mi ejemplo se recostó en el todavía cálido techo de concreto y escuchábamos nuestro pausado respirar.
El manto oscuro de la noche nos envolvió con discreción y en esa penumbra la luz del alumbrado público nos permitía adivinar nuestros rostros. En algún momento, mientras me levantaba colocó su cabeza en mi hombro y se restregaba a mi con ansia. Su cuerpo parecía más desarrollado que el mío, el trabajo duro que su padre lo obligaba a cumplir todos los días se notaba en sus ásperas manos, bajo sus humildes ropas un cuerpo prematuramente musculado se podía sentir cuando se arrimaba a mi. Pero yo no podía dejar de mirarle a los ojos, rasgados, ligeramente ocultos por sus lacios cabellos negros.
Una nueva sensación nos recorría el cuerpo, cientas de hormigas frenéticas entraban y salían del ombligo, dificultando la respiración que se tornaba entrecortada. Una mezcla de miedo, asombro, curiosidad y placer se nos metió por la piel. Ya no tenía frío nunca mas.
Bajamos al patio trasero de mi casa donde tenía un refugio en el que me sentaba a leer y a jugar con mi perro. Súbitamente su nariz me olfateaba el largo del cuello y se perdía en el nacimiento de mi cabellera justo en la nuca. La piel se me erizaba pero esta vez de un insospechado placer. Frotamos nuestros sexos aún vestidos con curiosidad, dejándonos llevar solamente por lo placentero del tacto y lo rítmico de nuestros espasmos. Lentamente desabrochó los dos botones de mi playera polo azul y su mano se alargó prudente hasta alcanzar mi pezón izquierdo, erecto, electrizante a la caricia y yo me llenaba de expectación por la novedosa caricia que culminaba en suaves pellizcos.
La excitación en creccendo, mas convulsiones de la pelvis, manos que recorren el cuerpo ajeno temerosas, nuestros sexos humedecidos, macerados, respingantes ahogados en las molestas ropas, pugnando por liberarse de las ataduras de la moral, más que de las ofrecidas por las débiles vestimentas. Un ligero rocío cubría nuestra suave piel bajo un cielo estrellado que nos mostraba esplenderosa su vía láctea.
Su boca musitando no se qué palabras a mi oído entre ligeros quejidos, urgentes, demandantes, resolutivos. Después, la tersa piel de su mejilla palpando la mía, ondulante, repetitiva, inocente. Mi mano contendiendo su ardor, la quemazón, el amor. Y de pronto, sus labios posándose como la chupa rosa sobre los míos, a penas rozándose, recatados, tenuemente humedecidos y sin embargo, que embriagador aroma la de su saliva, que tibieza la de aquella boca curiosa, ávida de caricias adolescentes, pero arrepentida, un arrepentimiento fugaz que trae su boca esta vez sin titubear, al encuentro con la mía con sus labios apretados que se funden en el primer beso y luego, el descubrimiento del placer, nuestros corazones enloquecidamente palpitantes y su huida a través de nuestras azoteas e interminables noches en vela deseando la aparición de la estrella vespertina que me cumpla un deseo.
5 comentarios:
gracias por tus palabras, me gusto el final, todo vale la pena para llegar a sentir el choque de labios, alguna vez descanse arriba de un techo
saludos
Que relato tan extraordinariamente bello. ¿Te das cuenta mi querido y fino amigo que al final las "palabras bonitas" fluyeron?
Un abrazo Homo, EXCELENTE.
Bicicletas y libros, la mejor manera de ser libres.
Un saludo!
Gracias por tu visita.
Tu relato me impregnó de recuerdos: libros, bicicleta, pudor y erotismo ingenuo.
Estamos en contacto.
Y... también de pasada saludo a mi amigo Boris.
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