sábado, octubre 04, 2008

Angelus.

A esa hora, parecíamos barras de mantequilla derretidas por el sol. En un hastiado vaivén, los periódicos se movieron como improvisados abanicos. Alguno se atrevió a sacudir el sombrero. Una docena de moscas en frenético celo surcaban los cielos: urgente percusión, lasciva, amorosa.


Ella permaneció impasible. Mucho tiempo atrás había renunciado al mundo y a vivir en la carne. Los pares de antebrazos formados con los pasajeros sentados en el oxidado microbus para ir al pueblo, resbalaban a penas si se rozaban lubricantes de sudor: la mejor marinada para las carnes. Y el tiempo transcurrió lento, irritando los humores por el contacto de cuerpos mantecosos, esas pieles ajenas, corrosivas, ultrajantes, horrorosa forma de exponerse a las secreciones corporales.


Menudita como una flor madura, se encogía hundida en los pliegues de su vientre estéril, marchito, fatigado de tanto parir crías y de eternas noches de insomnio por la llegada del marido alto sentido del deber. Tantos hijos como veces fueron aquellas en que ese arrugado cuerpo la cubrió para cumplir con las responsabilidades maritales. Y sin embargo, todo parece un sueño, un recuerdo borroso, suprimida consciencia de haber sido casada a la fuerza, por el miedo que tenía de desobedecer a su padre, un hombre de por sí muy violento. Negada al orgasmo, permisiva para el ardor masculino, rutinario, lejano, de miradas pedidas en el vacío, o a falta de imaginación, con la vista fija en un Cristo colgante en una pared de la perfectamente pintada pared de la habitación, vejado, levitante, alejado del mundo. Replegada en sus años, en la resignación de las voluntades ajenas, con pasos cabizbajos y de pechos hoy jubilados.


Exactamente al medio día, cuando a lo lejos se oían las campanadas del porfirista reloj de la plaza mayor, su marchita mano derecha se erigió con una insospechada velocidad para santiguarse y pronto unió sus manos en señal de oración. Masculló palabras mudas, susurró sin romper aquel silencio, sabrán dios y todos los santos su devota petición. El motor del microbus se encendió. "-Por la señal de la santa cruz, de nuestros enemigos, librarnos señor nuestro. En el nombre del Padre..."


De entre su canasta pletórica de frutos, verduras, leguminosas, carnes y encarguitos de la vecina, urgó con manos ciegas el alimento espiritual, su libro de oraciones atado a un rosario. Leyó las palabras del niño perdido en el Templo (en todos los días fugitivo). El oportuno auxilio de la virgen del Socorro la hizo entrar en un trance que la fue llevando a un paraíso que nosotros los infieles ni siquiera imaginamos.


Fingió leer, sincronizando las memorizadas oraciones con las notas del "Angelus", salidas del cronómetro del tiempo desvaneciéndose en el espacio como su voz. En el crecendo de aquel himno, se llenó de gracia, María respiraba en ella, se alimentaba de ella, humilde servidora, constricta de corazón, imitando las virtudes de las santas desde el momento en el que el llamado a servir apareció en sus tiernos años, cuando se le revelaron los inescrutables designios del Señor. Sacerdotista Marista ordenada por el Santísimo.
En la sombra enjuagó muchas veces las amargas lágrimas de los santos, flacos ante las tentaciones del Maligno, abatidos en la diaria batalla: "-oren para que no caigan en la tentación". Otras veces salió con la espada de la fe catequizando cada ocaso a los impuros, en ellos veía perdido a Jesús invitados a participar en la concupiscencia, preciso era conducir a los extraviados ante el Sumo Sacerdote. Mayugar la cabeza de la serpiente. Negación a la vida y a la anhelada resurrección de los santos.
Con el trajineo del camión, María se fue durmiendo, el libro de oraciones cayó en el momento en el que un suspiro salió de su boca en el preciso instante en el que nos estacionamos frente a la parroquia del pueblo. Unas manos tibias trataron de despertarla, pero en este viaje María entregó por última vez el espíritu. Cantemos: ¡Alabado seas señor!

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