miércoles, enero 31, 2007

Tlacotalpan 2007.

Si ustéd querido lector, es amante del son jarocho y no podrá transladarse a la cuenca del papaloapan en el pintoresco y patrimonioso pueblo de Tlacotalpan, lo invito a secarse las lágrimas de frustración y parar la oreja en: www.rtv.org.mx en esta dirección transmitirán los días 1 y 2 de febrero esta fiesta de improvización y zapateo entarimado.

sábado, enero 27, 2007

Sed.

Una mano grande, huesuda y de hinchadas venas tocó mi hombro, sacándome del dulce descanso infantil, para encontrarme de golpe con un manto de oscuridad donde adiviné el cuerpo encorvado de mi abuelo saliéndo de la habitación, mientras ordenaba en tono malhumorado que nos alistarámos mi hermano y yo para salir. Somnolientos comenzamos a levantar el mullido petate en el que habíamos dormido, formando un gigantesco taco que recargamos sobre la pared. Metimos nuestros blancos pies en el calzado enlodado y buscamos al final del pasillo la tenue luz que salía de la cocina.

En las faldas de un maduro framboyán tomamos agua de una ollita de barro, su olor y sabor no era como la del agua del glifo a la que estabamos acostumbrados en la ciudad, parecía que las flores blancas que decoraban el barro crecían frescas y alegres con aquel líquido que afanosamente las mujeres acarreaban del alejado pichol muy de madrugada, afanosas de que nunca faltara en casa la aguita que se ofrecía a los viajeros, a las visitas y a los hombres cuando regresaban ya tarde de las labores del campo, abatidos, como quien regresa de una sangrienta batalla y ha sobrevivido con muchas penurias, buscando el consuelo, los cuidados y la mirada aprobatoria de las muejeres.

Aseados nos metíamos al jacal de zacate donde ardía el fogón. Las mujeres de la casa habían hecho fuego muy de mañana y sobre una oblea de barro blancuzo se inflaba una decena de tortillas, como se inflan los sapos molestos y defensivos cuando por las tardes mi abuelo nos hacía tomarlos de las patas y mostrarlos a mis tías que escandalizadas y llenas de asco corrían poniéndose a salvo, ante las risas traviesas del abuelo que miraba complacido la escena desde un lugar donde no perdía detalle. Rápidamente mi abuela le arrebataba las tortillas al comal, doblándolas del vientre con el empeine de la mano para ahogarlas sin compasión en el molcajete donde había molido chile verde con jitomatillo, y ya inhertes las embarnecía de la manteca que un día antes me había mandado a comprar con Don Eulogio: - "vas allá arriba, cas' Tío Eulogio y le dices que te venda una libra de manteca, ¿si sabes dónde? y te vienes rapidito, si te ladran los perro no te asustes. "

A Tía Poncha la encontré ensimismada en el metate moliendo el nixtamal. Sus núbiles pechos se balanceaban con parsimonia cuando remolía con el rodillo de piedra los despedazados granos de maíz cocido. Me gustaba mirarla en silencio sentado en la pequeña silla donde mi abuela gustaba sentarse de mañana a trenzarse sus grises cabellos y a cepillarse ruidosamente, cuidando que la raya media de la cabeza semejante a un zurco del campo, dividiera su cabellera en perfecta simetría. Mi tía se limpiaba el sudor de la frente en el cuello de su blusa y retomaba el vaivén de sus pechos colgantes.

Esa vez alguien nos acercó dos tazas humeantes de café endulzado con piloncillo. Soplábamos con fuerza sobre las mismas para enfriar el despavilante aromático alternando con pequeños sorbos y mordizqueando galletas de animalitos conseguidas de la tienda de abasto rural CONASUPO.

En un atado de servilletas de algodón bordado con aves mitológicas, flores y virgencitas de guadalupe guardamos las matutinas enchiladas de almuerzo que tibiamente comeríamos cuando el ruido en el estómago y su ardor se tornara insoportable, allá en la milpa, en las laderas del cerro que conduce a Huautla, donde los domingos el abuelo nos lleva a vender puercos y de recompensa nos compra diez pesos de morelianas.

Nos pusimos en marcha, mi abuelo presidía la peregrinacióna con su andar de siempre: ligeramente encorvado como una caña, las manos atadas a la espalda, sombrero de ala ancha en la cabeza, machete y guaje con agua atados a la cintura y morral de tosco zapupe en el hombro. Mi hermano y yo nos encargábamos de las herranmientas de labranza: el azadón, el huingaro y la lanzeta. Hasta atrás caminaba "el pinto", con sus siete años a cuestas, se rezagaba marcando con orines el camino de vuelta y mostrando los dientes cuando otro perro le miraba más de lo necesario.

Los ojos de mi abuelo estaban habituados a andar en la oscuridad, no requería lámpara de mano para adivinar las piedras saliendo entre el camino con las que mi hermano y yo tropezábamos a menudo. Esquivaba con calma las heces del ganado, la ortiga y los espinos. De vez en cuando un hombre metido en un calzón de manta blanca mascuyaba un saludo breve, incomprensible, casi siempre su caminar era como el de nuestro viejo: con las manos bajo la joroba, y solo rompían la postura para alzar la mano derecha en señal de saludo y despedida.

Por veredas y barrancos caminábamos con la mirada fijamente centrada en el suelo, para no caer en la penumbra insondable donde imaginaba saldría una gran serpiente, o por lo menos un mahuaquite, dicen que con una mordida que te dé una de esas, en quince minutos te mueres, yo por eso siempre miraba abajo, para protegerme. En lo alto el día aclaraba suavemente, primero con un tono gris que me hacía extrañar el tibio sueño, las horas de juegos, los amigos de la palomilla, las sonrisas de la familia sorprendida porque habíamos crecido mucho desde la última vez que nos habían mirado y que nos compraban refrescos, galletas y pan de pueblo. Cuando el tímido sol pintaba las nubes de rosa, de rojo y dorado, nuestro andar se emparejaba con el del abuelo. A la distancia la neblina se levantaba con pereza de los cerros y las cordilleras, levantando su vestido de gasa con coquetería, como la amante que se despierta temprano y a penas se cubre para salir huyendo dejando un halo de humedad y pétreo deseo que a mi, la mera verdad, me enfriaba los dedos de los pies.

Conforme la mañana nacía, la luz se posaba en las cosas que antes no podíamos ver y les confería un aspecto de recién nacido, nos revelaba los misterios de la noche, los tesoros que una y otra vez nos sorprendían aún cuando con los años habíamos aprendido a reconocer los objetos que tan celosamente velaba, despistándonos con su espesura sin contornos, con la falsa seguridad que nos inspiraba cuando la penetrábamos como en sueños sin conocer lo abismal de su carácter y lo blando de sus pasos.

La milpa reverdecía orgullosa. Una colmena de espigas doradas se mecían oscilantes e indecisas en el viento, como banderines de una medieval fortaleza. Los moscorrones zumbaban veloces contribuyendo al tráfico aéreo de moscas, libélulas y abejas neuróticas que en ocasiones se detenían malhumoradas a molestarnos y perseguirnos cuando les alzábamos los brazos.

La noción de tiempo cambiaba constantemente en una sensación de ir y venir, que se acentuaba con el mutismo en el que me inspiraba la música producida por el sensual roze de las matas de maíz entre sí. Mi abuelo leía la hora en la sombra de los árboles con precisión inglesa y nos amonestaba a apresurarnos en nuestras tareas. Cortábamos el tomatillo y el chile maduro guardando el botín en las morraleras. Con el huíngaro la maleza era mas fácil de cortar pero también las ámpulas en las manos aparecían prestas con el aguijón del dolor.

Lo peor era el cacume que desprendían las mazorcas cuando las abríamos para asegurarnos de que su maduréz había llegado, polvillo apolillado que junto con la vellosidad de las matas de maíz me producían un prurito incontrolable, el cuerpo se me retorcía en una danza chamánica que me sirviera de amuleto contra el enojo de la milpa vengadora y aliviara el ardor, el fuego, el escosor con el que maldecía mi sangre. Mi piel se tornaba roja y amorotonada como las enchiladas de la abuela y yo sentía que me moría, hasta que buscando el alivio del cuerpo y de mi atormentada alma me inspiraba a arrojarme al río, en el bautismal baño del que resurgiría de entre los muertos para heredar el reino de los justos, al expiar mi extranjera mancha.

Entonces el abuelo, hombre duro y de pardas palabras me reprendía por no ser lo suficientemente hombrecito para aguantarme el dolor, me miraba desde lejos con sus ojos penetrantes, de altos pómulos y huesuda quijada, disuadiéndome a continuar con la tarea una vez que descansara en la sombra de un platanar hasta la hora del lonche.

Comíamos en silencio en la hora en que el calor de la huasteca era mas asfixiante. Para entonces se nos metía en la piel un olor a hierbas, sudor y tierra. Del guaje bebíamos con frenesí y nos acurrucábamos en el suelo para comer de una piedra que nos servía de mesa. Las tortillas frías nos sabían a gloria y la cesina con su sabor a rancio era un manjar reservado para quien hubiese hecho el mejor trabajo... a mi casi no me toco nada.

De regreso a casa el abuelo nos cargaba una tercia de leña sobre los escuálidos hombros. Con frecuencia nos deteníamos abatidos por el cansancio para luego recobrar la importante misión conferida, a paso veloz alcanzábamos al abuelo que rara vez detenía su paso o miraba hacia atrás. Aquello se convertía en una lucha de orgullo en el que debía demostrar que podía ser como uno mas de mi raza. Cuando por fin llegábamos a casa, mi madre se encontraba complacida con nuestras caras rojas, escurridas de un sudor negro y el cuerpo ardiendo de insolación. De un solo golpe arrojábamos los leños al suelo, triunfantes, orgullosos de suplir las necesidades de la casa, de ser "hombrecitos", de dar la vida saliendo a arrancarle a la naturaleza el diario alimento con el que aseguramos la existencia y con ello perpetuar nuestros nombres, la vida que nuestros ancestros nos enseñaron que era buena, y así honrar su memoria.

En un último esfuerzo, mi hermano y yo corríamos con las pocas fuerzas restantes hacia la cocina para hundir la taza de plástico en las ollas y bebernos el agua. Entonces que sabrosa y distinta nos sabía aquél líquido pintado de blancas flores.

miércoles, enero 24, 2007

Un loco o un santo.

"Dejar de fumar es muy fácil: yo lo he hecho centenares de veces", escribió Mark Twain con respecto al cigarro. Lo mismo pienso en cuanto al vino: abandonar la bebida es un asunto en realidad sencillo. Yo he dejado el alcohol cientos de veces, la última ocasión hace a penas dos semanas. Un boxeador mexicano, el Púas Olivares, sostenía que a pesar de haber bebido alcohol durante sus últimos veinte años no había adquirido el vicio. En cambio, los escritores no pueden dejar la lectura. Ni en broma pueden sacudirse ese anacrónico vicio que continúan explotando aun en una época que les perdió el respeto. Un ejemplo es suficiente: atado al camastro de un hospital para indigentes, Joseph Roth, el santo bebedor de coñac, autor de obras memorables, alcohólico empedernido, seguía pensando en escribir. Y es que los escritores no son ascetas, no hacen caso a sus rodillas, como los futbolistas. Estos últimos saben retirarse apenas comienzan a crujir sus articulaciones. Por el contrario, los escritores, creadores de signos imprudentes, no pueden detenerse porque en esencia son almas llenas de fisuras: son heterodoxos, promiscuos, curiosos. Si pudieran controlar sus impulsos serían unos santos.
Los bebedores extremos -escriban o no- pueden llegar a ser santos porque en su alucinación alcohólica traspasan puertas, vislumbran otras realidades o, al menos, salen de sus cuartos a mirar la muerte. Esto me incumbe porque el vicio literario jamás me ha hecho atravesar una puerta: no he sido empujado hacia una salida o entrada inesperada, ni tampoco me he enfrentado a una realidad que me obligue a guardar silencio: hasta ahora continúo encerrado en las palabras. El solo imaginarme que detrás de cierto umbral me aguarda un mundo desconocido me asusta. Una noche bebiendo ron puedo tener como desastrosas consecuencias que olvide durante muchas horas cientos de nombres que son parte de mi cultura: ¿a cuántos escritores rusos olvido después de unos cuantos tragos? A todos menos a Chéjov o a Dostoiewski. En contraparte, el borracho sin prejuicios, en sus momentos de mayor decadencia, comienza a sumirse en una suerte de placentero olvido memorable. Se libera de las cadenas porque las palabras a su vez pierden cuerpo y abandonan su sitio en la cartografía de los significados comunes: entonces pierde también el miedo. No sé hasta qué punto tiene consecuencias para la literatura el que casi todos los escritores sean borrachos. Los laberintos psicológicos en muchos casos no se ven estimulados ni reducidos a causa del vino: se recorren con abulia o desesperación, pero siguen siendo los mismos. Mientras beben, los escritores no deberían ni escribir ni hacer promesas. De ambas cosas seguramente se arrepentirán.
El impulso de escribir, de construir sentido, de enviar mensajes que deban ser interpretados: nada de esto tiene que ver con el vino. De todas maneras el escritor no puede anular ese impulso insano de crear signos, de comunicarse, de enredarse en la escritura. Mientras el alcohol no se proponga como un salvoconducto para otra vida, entonces el impulso de escribir permanecerá intacto: cuando un bebedor extremo es capaz de aniquilar ese impulso se ha convertido en un santo y ya no necesita de la literatura. Quizás esa cursilería de autonombrarse amante de las letras no sea más que una coartada de los simplones. Como si en verdad pudieran ser sujetos de amor en una relación que ellos no crearon. A mí me intrigan más los escritores que no pueden desembarazarse de escribir libros. Si un escritor abomina de la literatura entonces refugiarse en el vino o en los placeres más mundanos tiene sentido: es una manera de olvidarse de su enfermedad. En cambio, reunir las letras con el vino en una convivencia amorosa me parece un desplante ingenuo: un matrimonio. Si el origen de cualquier literatura respetable es el titubeo del ser ("producimos signos porque algo exige ser dicho", Eco), entonces es un contrasentido beber vino pensando que este acto estimulará la escritura. La angustia como causa primera de ese deseo de construir significado, de comunicarse, se mantiene intacta aun bebiéndonos una botella todos los días. Mientas el escritor alcohólico pueda escribir una línea continuará siendo escritor. En el momento en que no pueda hacerlo porque con el vino vislumbra mundos más generosos o menos vulgares que los literarios, entonces será un loco o un santo.
Recuerdo que en la única novela formal que escribió Hunter S. Thompson, los personajes eran todos periodistas borrachos. Harto de estos especímenes, el director del periódico decide incluir en el mismo diario un anuncio solicitando nuevos periodistas. El único requisito para ocupar el puesto era no ser ni trotamundos ni borracho. No recuerdo si se presentó alguno, pero si lo hizo seguramente mentía.

Guillermo Fadanelli. Revista Tierra Adentro No. 136.

martes, enero 16, 2007

El silencio es un bien comunal.

Ofrecemos una reflexión sobre los bienes comunales de uno de los más importantes y lúcidos pensadores de nuestra época, Ivan Illich (1926- 2002), pionero de la sociedad civil en su sentido contemporáneo y sin duda profeta de cómo el capitalismo devastará el mundo, la vida y nuestra comunalidad, si lo dejamos. Lo sorprendente es que hoy este alegato, expresado en Japón durante el simposio La Ciencia y el Hombre en marzo de 1982, es más actual y controvertido que entonces.

Ya se aprecia claramente que las máquinas que imitan al hombre están usurpando todas las facetas de la vida cotidiana y que tales máquinas están forzando a la gente a comportarse como ellas. Los nuevos dispositivos electrónicos tienen el poder de forzar a la gente a "comunicarse" entre sí y con éstos en términos de la máquina. Aquello que estructuralmente no se adapte a la lógica de las máquinas es efectivamente depurado de una cultura dominada por su utilización.
El comportamiento maquinal de la gente encadenada a la electrónica constituye una degradación de su bienestar y su dignidad, lo cual, para la gran mayoría y a largo plazo, se tornará intolerable. Observar el efecto enfermante de los ambientes programados demuestra que en ellos las personas devienen insolentes, impotentes, narcisistas y apolíticas: el proceso político se resquebraja debido a que la gente deja de ser capaz de gobernarse a sí misma y exige ser conducida.

Japón es tenido por la capital de la electrónica; sería maravilloso si se tornase, para todo el mundo, en el modelo de una nueva política de autolimitación en el área de las comunicaciones, lo que, en mi opinión, será de aquí en adelante muy necesario si un pueblo desea mantener su autogobierno.

La conducción electrónica como asunto político puede considerarse desde diversas perspectivas. Propondría aproximarnos desde la ecología política. Durante los últimos diez años la ecología ha adquirido un nuevo significado. Es aún el nombre de una rama de la biología profesional, pero ese término sirve cada vez más para designar a un público general amplio y políticamente organizado que analiza e influye sobre las decisiones técnicas. Los nuevos dispositivos de gestión electrónica implican un cambio técnico del entorno humano que para ser benigno debe mantenerse bajo control político (uno que no sea sólo de los expertos).

Distingamos al medio ambiente como bien común del medio ambiente como riqueza. De nuestra habilidad para hacer esta particular distinción depende no sólo la construcción de una teoría ecológica sensata, sino de una efectiva jurisprudencia ecológica.

Debemos distinguir entre los bienes comunales en los que se enmarcan las actividades para la subsistencia de la gente, y las riquezas de la tierra (los recursos naturales) que sirven para la producción económica de aquellos bienes de consumo sobre las que se asienta la vida actual. Si fuera poeta, discípulo del gran Basho, quizá podría hacer esta distinción en 17 sílabas de manera hermosa e incisiva para que llegara al corazón y fuera inolvidable.

Por desgracia, no soy poeta. Debo expresarme en inglés, un lenguaje que en los pasados cien años ha perdido la habilidad para hacer tal distinción.

Commons es una palabra del inglés antiguo. Según mis amigos japoneses, está bastante próxima al significado que iriai tiene aún en japonés. Commons, al igual que iriai, es un término que en la época preindustrial se usaba para designar ciertos aspectos del entorno. La gente llamaba comunales a aquellas partes del entorno que quedaban más allá de los propios umbrales y fuera de sus posesiones, por las cuales --sin embargo-- se tenían derechos de uso reconocidos, no para producir bienes de consumo sino para contribuir al aprovisionamiento de las familias. La ley consuetudinaria que humanizaba el entorno al establecer los bienes comunales era, por lo general, no-escrita. No sólo porque la gente no se preocupó en escribirla, sino porque lo que protegía era una realidad demasiado compleja como para determinarla en párrafos. La ley de bienes comunales regulaba el derecho de paso, de pesca, de caza, de pastoreo y de recolección de leña o plantas medicinales en los bosques.

Un roble podía ser parte de los bienes comunales. Su sombra, en verano, estaba reservada al pastor y su rebaño; sus bellotas se reservaban para los cerdos de los campesinos próximos; sus ramas secas servían de combustible para las viudas de la aldea; en primavera, algunas de sus ramas jóvenes se usaban para ornar la iglesia y al atardecer podía ser el sitio de la reunión de aldeanos. Cuando la gente hablaba de bienes comunales, iriai designaba un aspecto del entorno limitado, necesario para la supervivencia de la comunidad, necesario para diversos grupos de maneras diferentes, pero que --en un sentido económico estricto-- no era entendido como escaso.

Cuando hoy, en Europa, utilizo ante estudiantes universitarios el término commons (en alemán Almende o Gemenheit, en italiano gli usi civici) mis oyentes piensan de inmediato en el siglo xviii. Piensan en aquellas praderas de Inglaterra donde los aldeanos tenían unas cuantas ovejas cada uno, y piensan también en el "cercado de los campos de pastoreo" que transformó las praderas comunales en recursos donde criar grandes rebaños con fines comerciales. En primera instancia, no obstante, los estudiantes piensan en la nueva pobreza que ese cercamiento trajo aparejada: el empobrecimiento absoluto de los campesinos que fueron forzados a abandonar las tierras en pos de un trabajo asalariado; piensan, por último, en el enriquecimiento comercial de los señores, los lores.

En su inmediata reacción, los estudiantes piensan en el surgimiento de un nuevo orden capitalista. Al confrontarse con esa dolorosa novedad, olvidan que ese cercamiento trajo implícito algo más básico aún. Las valles en torno a los bienes comunales inauguraron un nuevo orden ecológico. El cercamiento no sólo transfirió el control de los campos de pastoreo de los campesinos al señor; también marcó un cambio radical en las actitudes de la sociedad frente al entorno natural. Antes, en cualquier sistema jurídico, la mayor parte del entorno se consideraba como bien comunal, con el que la mayoría de la gente podía abastecer sus necesidades básicas sin tener que recurrir al mercado. Después del cercamiento, el entorno natural se tornó principalmente una riqueza al servicio de "empresas" que, al organizar el trabajo asalariado, transformaron la naturaleza en bienes y servicios de los que depende la satisfacción de las necesidades de los consumidores. Esta transformación está en el punto ciego de la economía política.

Este cambio de actitudes puede ilustrarse mejor si pensamos en las calles en vez de considerar las áreas de pastoreo. Qué enorme diferencia vemos en los barrios de la ciudad de México durante los últimos veinte años. Entonces las calles de los barrios eran realmente bienes comunales. Alguna gente las utilizaba para vender hortalizas y carbón de leña. Otros colocaban sus sillas en las aceras para beber café o tequila. Otros se reunían en la calle para decidir quién sería el nuevo representante del vecindario, o para determinar el precio de un asno. Otros conducían sus asnos por entre la multitud, caminando próximos a sus bestias de carga; otros montaban en sus sillas. Los niños jugaban en las zanjas y, aún así, los caminantes podían usar la calle para ir de un sitio a otro.

Las calles no fueron construidas por la gente. Como cualquier otro bien común, la calle misma era el resultado de la gente que allí vivía y tornaba habitable ese espacio. Las viviendas que franqueaban las calles no eran hogares privados en el sentido moderno: garajes para el depósito nocturno de los trabajadores. El umbral separaba aún dos espacios vivientes, uno íntimo y otro común. Pero ni los hogares en su sentido íntimo ni las calles como bienes comunales sobrevivieron al crecimiento económico.

En los nuevos barrios de la ciudad de México las calles no son ya para la gente. Son ahora carreteras para coches, para autobuses, taxis y camiones. La gente es difícilmente tolerada en las calles a menos que se dirija hacia la parada del autobús. Si ahora la gente se sentara o detuviera en las calles sería un obstáculo para el tránsito, y el tránsito sería peligroso para quien así lo hiciere. La calle fue degradada, de bien comunitario a un simple recurso para la circulación de vehículos. La gente ya no puede circular por sus espacios, el tránsito desplaza su movilidad. Sólo puede circular cuando se le acota y se le traslada.

La apropiación de los campos de pastoreo por parte de los señores fue desafiada, pero la más fundamental transformación de esas áreas (y de las calles) de bienes comunales a recursos, aconteció --hasta hace muy poco-- sin ser objeto de crítica. La apropiación del entorno por la minoría fue claramente reconocida como un abuso intolerable. Pero la aún más degradante transformación de las personas en miembros de una fuerza de trabajo industrial y consumidores fue tomada --hasta hace poco-- como algo natural. Durante casi cien años la mayoría de los partidos políticos se negaron a admitir la acumulación de los recursos naturales en manos privadas. Sin embargo, este cuestionamiento se concentró en la utilización privada de esas riquezas, sin distinguir lo que sucedía con los bienes comunales. De tal modo ha sido así que aun mucho de la política anticapitalista refuerza la legitimidad de esta transformación de los bienes comunes en recursos.

Sólo muy recientemente, en la base de la sociedad, un nuevo tipo de "intelecto popular" comienza a reconocer lo que ha estado aconteciendo. El cercamiento le niega a la gente el derecho a esa clase de entorno en el cual --a lo largo de la historia-- se había fundamentado la economía moral de la subsistencia. El cercamiento, una vez aceptado, redefine la comunidad: socava la autonomía local de la comunidad. El cercamiento de los bienes comunales favorece los intereses de los profesionales y burócratas estatales, y los de los capitalistas. El cercamiento permite al burócrata definir la comunidad local como un ente incapaz de proveerse de lo necesario para su propia subsistencia. Las personas se tornan individuos económicos que dependen para su supervivencia de las comodidades producidas para ellos. Fundamentalmente, gran parte de los movimientos ciudadanos representan una rebelión contra esta inducida redefinición de la gente como consumidores.

La idea era hablar de electrónica, no sobre campos de pastoreo y calles. Pero soy historiador; quise hablar primero de los bienes comunales del pasado, según los conocía, para luego decir algo sobre la presente y mucho mayor amenaza contra los bienes comunales por parte de la electrónica.

Soy un hombre que nació hace 55 años en Viena. Un mes después de mi nacimiento fui subido a un tren y luego a un barco que me llevó a la isla de Brac. Allí, en una aldea de la Costa Dálmata, mi abuelo deseaba bendecirme. Mi abuelo vivía en la casa donde su familia vivía desde la época en que los Muromachi gobernaban desde Kyoto. Muchos habían sido los gobernantes de la Costa Dálmata: el dux de Venecia, los sultanes de Estambul, los corsarios de Almissa, los emperadores de Austria y los reyes de Yugoslavia. Pero todos estos cambios en el uniforme y el lenguaje de los gobernantes, poco alteraron la vida cotidiana en los 500 años anteriores. Las mismas vigas de olivo soportaban aún el techo de la casa de mi abuelo. El agua se recogía en las mismas losas de piedra sobre el techo. El vino era prensado en las mismas cubas, el pescado cogido desde el mismo tipo de embarcaciones y el aceite provenía de los árboles plantados cuando nacía la ciudad llamada Edo, hoy Tokyo.

Mi abuelo recibía las noticias dos veces al mes. Cuando yo nací, para la gente que vivía alejada de las rutas principales, la historia aún fluía lenta, imperceptiblemente. Gran parte del entorno era aún un bien común. La gente vivía en las casas que ella misma había construido; se desplazaba por caminos que eran apisonados por el paso de sus propios animales: era autónoma en la obtención y el aprovechamiento de las aguas; dependía tan sólo de su voz cuando deseaba hablar alto. Todo cambió con mi llegada a Brac.

En el mismo barco en el que yo llegué en 1926, arribaba el primer altavoz a la isla. Muy poca gente allí había oído hablar de tal cosa antes. Hasta aquel día, hombres y mujeres hablaban con voces más o menos igualmente potentes. Todo eso cambiaría. El acceso al micrófono determinaría qué voces serían se amplificarían. El silencio dejó de ser un bien común; se tornó un recurso por el que habrían de competir los altavoces. El lenguaje en sí pasó de ser un bien común local a un recurso nacional para la comunicación.

Así como el cercamiento por parte de los señores incrementó la productividad nacional mediante la negación al campesino para que criase unas pocas ovejas, así la usurpación provocada por los altavoces destruye ese silencio que durante toda la historia le otorgara a cada hombre y mujer su propia voz. Al menos que tengamos acceso a un altavoz, estamos silenciados.
Espero que el paralelismo sea visible ahora. Así como los bienes comunales de espacio son vulnerables y pueden ser destruidos por la motorización del tránsito, así los bienes comunales de expresión son vulnerables y pueden ser fácilmente destruidos por la usurpación que de ellos ejercen los modernos medios de comunicación.

El asunto debería estar claro: cómo oponerse a la usurpación --que realizan los nuevos artificios y sistemas electrónicos-- de aquellos bienes comunales más sutiles y más íntimos a nuestro ser que los campos de pastoreo y las calles. Bienes comunales que por lo menos son tan valiosos como el silencio. El silencio, según las tradiciones occidental y oriental, es necesario para que surja la persona. Nos lo arrebatan las máquinas que nos imitan. Fácilmente podemos hacernos cada vez más dependientes de las máquinas para hablar y pensar, del mismo modo que ya somos dependientes de las máquinas para trasladarnos.

Semejante transformación del entorno, de bien común a recursos productivos, constituye la forma básica de la degradación ambiental. Esta degradación tiene una larga historia, que coincide con la historia del capitalismo pero que de ningún modo puede reducirse a ella. Por desgracia, la importancia de esta transformación ha sido ignorada o minimizada por la ecología política hasta el día de hoy. Es necesario que se le reconozca si pretendemos organizar movimientos para la defensa de lo que aún queda de los bienes comunales. Esta defensa constituye la tarea pública crucial para la acción política actual. Tal tarea debe emprenderse con urgencia, puesto que los bienes comunales pueden existir sin policía, pero los recursos naturales no. Así como sucede con el tránsito, las computadoras requieren policías, en cada vez más cantidad y de formas cada vez más sutiles.

Por definición, las riquezas requieren de la policía para su defensa. Una vez defendidas, su recuperación como bienes comunales se torna más y más difícil. Ésta es una razón especial para tal urgencia.

Traducción y adaptación Ojarasca 117 enero 2007.

El Señor Durito y yo.

Estaba yo pensando en unas palabras para este encuentro.
Estaba escribiendo un discurso para éste pueblo
Me distraje viendo a la luna, allá en las nubes, allá en el cielo.

Estaba por declararme muy firmemente desconcertado
Bajé la mirada y ví que mi papel estaba en blanco.
Me distraje viendo a un bichito muy parecido a un escarabajo.

Yo soy Señor Durito, no soy un bicho ni escarabajo
Yo soy Señor Durito, heroe de niños y de ancianos
Con mi estirpe de caballero clavo mi lanza de buen lancero.

Ay, ay, ay ,ay, me voy a volar, y usted aquí esclavo de andar.
Ay, ay, ay ,ay, me voy a volar, y usted aquí esclavo de andar.

Arriba , la luna, toma una nube de crinolina
con su rubor eterno mancha y mancha sus orillas
Abajo, hombres y mujeres soñando celebran la existencia
yo suspirando para que la esperanza y la luna vuelvan.

Ay, ay, ay ,ay, me voy a volar, y usted aquí esclavo de andar.

Escuche Señor Durito, unas palabras necesito
para esta disertación sobre liberalismo
Me distrajo la luna y me distrajo usted, señor bichito

Escudero analfabeto que no sabe nada de ésto
Como un buen plebeyo sabrá que no hay remedio
En esta globalización todos los globos se revientan.

Nosotros, los que volamos somos tan libres como es el viento
Ustedes quedan abajo: son los rebeldes, son los chicanos,
son los negros, son los latinos, maricas, presos, los marginados.

Ay, ay, ay ,ay, me voy a volar, y usted aquí esclavo de andar.

Arriba , la luna, toma una nube de crinolina
con su rubor eterno mancha y mancha sus orillas
Abajo, hombres y mujeres soñando celebran la existencia
yo suspirando para que la esperanza y la luna vuelvan.

Ay, ay, ay ,ay, me voy a volar, y usted aquí esclavo de andar.

Letra y musica: León Gieco

lunes, enero 08, 2007

Mafalda estaba en lo cierto.

En un diagnóstico que ha ayudado a explicar los aspectos confusos y contradictorios del cosmos que han perturbado a filósofos, teólogos, y otros estudiantes de la condición humana por milenios, Dios, creador del universo y desde mucho tiempo atrás, deidad para billones de seguidores, fue diagnosticado el pasado lunes como víctima de desorden bipolar. El Reverendo J. Henry Jurgens, siquiatra y doctor de divinidad en la Escuela Divina de la Universidad de Yale, anunció este histórico diagnóstico en una conferencia de prensa: "Siempre supe que debía haber un tipo de explicación", dijo Jurgens. "Y, después de tantos años de paciente investigación y largas sesiones con Dios Todopoderoso, a través del medio de la oración, fui capaz de discernir la específica naturaleza de Su problema". La condición bipolar, o maniaco-depresiva, es una que aflige a millones. Caracterizado por ciclos de energía desenfrenada seguida de periodos de profunda depresión y desesperanza, el desorden puede causar gran sufrimiento tanto para el paciente como para sus seres queridos, particularmente si no es detectado a tiempo. Aunque esta particular condición se estima que afecta, de una manera u otra, a cinco por ciento de la población mundial, fue la primera ocasión en la que esta enfermedad fue detectada en una deidad. Evidencia de la maniaco-depresión de Dios puede ser encontrada a través del universo, desde la explosividad de los quasares como en los hoyos negros. De manera mas explícita, según expertos en Teología, ha sido el contacto con la humanidad la aflicción de Dios por medio de Su confusa propensión de bendecir y castigar a Sus creaciones en un dos por tres sin decir agua va. "La semana pasada, Diosito se llevó a mi Rubén. O más bien un Ruta 100", dijo el ama de casa y devota católica María Pérez viuda de Rosales. "Me pregunté, ¿por qué, por qué haría Dios algo así, especialmente después de haberle ayudado a mi Rubén a vencer el cáncer de próstata. Estábamos tan felices que finalmente íbamos a reanudar nuestros pactos nupciales?". El licenciado Ramiro Fuentes de Echeverría también es uno de los tantos que se topó cara a cara con los violentos cambios de ánimo de Dios Todopoderoso. "El pasado sábado mi hija y yo andábamos corriendo por Chapultepec. Era un día en verdad hermoso, realmente manifestaba el esplendor y la sabiduría de la creación de Dios y le comenté a mi hija que debíamos sentirnos llenos de gozo por tener el privilegio de vivir en un mundo maravilloso. De repente, oí el disparo", dijo el Lic. Fuentes, hablando desde el hospital Americano. "Lo único que se llevaron fueron quinientos pesos, y por eso, los doctores dicen que mi hija nunca volverá a caminar. Si nuestro Sagrado Padre no tuviera esos problemas mentales, mi preciosa Catalina no tendría que pasar el resto de su vida en una silla de ruedas". El Reverendo Jurgens explica que miembros de la raza humana deben entender que Dios, debido a su condición bipolar, no está en control de Sus acciones y que por lo tanto no se da cuenta de la manera en que afecta a la gente. "Lo que Él necesita de nosotros es entendimiento y mucha paciencia", dice Jurgens". Parafraseando a Dios mismo, "Humanos, perdónenlo, Él no sabe lo que hace".
Mientras drogas como Paxil, Prozac y Zoloft han mostrado ser efectivas en el tratamiento de la condición bipolar entre humanos, no hay por el momento una medicina moderna terrenal que pueda ser prescrita a una deidad tan vasta y compleja como Dios mismo. Jurgens se encuentra en planes para establecer un grupo de apoyo "Viviendo Con Una Deidad Bipolar" para que toda la humanidad se "junte y discuta sus sentimientos en cuanto a vivir en un universo organizado por un Omnipotente Amado el cual no está en total control de sus emociones". Jurgens dice creer que la condición de Dios es por temporadas, claramente mostrado en los cambios que ocurren durante la primavera y verano, seguido por el bajo y la desesperanza del otoño e invierno. Aún así, en ocasiones, los ciclos son aun más repentinos". "La persona estandard con desorden bipolar puede que sufra de diez a doce ciclos de manía y subsecuente depresión en su vida. En casos severos el paciente puede sufrir de cuatro o más durante un año, lo cual es conocido como "ciclo rápido", según el Reverendo Jurgens. "Nosotros creemos que Dios sufre de una condición más extrema y rara, conocida como "ciclo archirecontra-rápido" lo cual pudiese ser confirmado al estudiar los tantos registros de Su alternancia entre benevolencia e ira hacia la humanidad en tan sólo segundos. Por ejemplo, la semana pasada, él trajo lluvia al sur de Mali, en donde era necesitada en forma extrema, llenando de vida la región, simultáneamente, atacaba Turquía con un devastador terremoto". Más documentación de la condición maniaco-depresiva de Dios puede ser encontrada en la Biblia, en la cual la erotomanía de El Cantar de los Cantares hace un constante con la tristeza y la desesperanza existencial del libro de Eclesiastés. El libro de Job, según Jurgens, marca el mejor ejemplo de su condición . El libro comienza con las lamentaciones de Job y termina con un episodio maniaco extendido de parte de Dios, completo con los clásicos síntomas bipolares como los delirios de grandeza y desplantes de omnipotencia. "Una de las grandes "herejías" en la historia Cristiana es la creencia agnóstica de que el Creador de este problemático mundo es un dios idiota y ciego el cual está loco". Jurgens especificó: "Esta idea en particular está presente en un gran número de tradiciones religiosas alrededor del mundo. Resulta que estaban en lo cierto por lo menos un poco: Dios tiene Sus problemas como todos nosotros, pero esencialmente Él está haciendo lo que puede. Él tan solo padece de una condición la cual causa que Sus emociones salgan fuera de control en ocasiones". Diversos estudios se encuentran en desarrollo para explorar los casos de la ninfomanía de la Virgen de Guadalupe, así como la personalidad múltiple atribuida a la Santísima Trinidad.
Por Hamlet Ultrapeluche, en la revista La Mosca en la Pared.

miércoles, enero 03, 2007

La fiesta del destape de los disfrazados.

Durante este mes, como casi todos, no he podido escapar de los compromisos festivos que acompañaron el extinto 2006, y parece que las celebraciones se siguen extendiendo por lo menos hasta mañana con una de esas fiestas folkloricas a la que mi familia es muy afecta: unos XV años.
Sin embargo el pretexto lo que aprovechado para satisfacer viejos deseos que por falta de tiempo no me había permitido, entre ellas ir al pueblo de mi madre a una fiesta que congrega a propios y extraños una vez al año: el "destape de los disfrazados".
En otro tiempo ya hablé de la fiesta de día de muertos, que en esta región se denomina xantolo, y también mencioné la danza de los disfrazados, en la que los varones de las comunidades mestizas representan la lucha de las fuerzas cósmicas en sincronía con ideas del catolicismo.
Como el nombre de la danza lo indica, los danzantes se disfrazan (algunos se transvisten) y portan máscaras, la simbología menciona que ocultan su identidad porque estas ánimas representadas han escapado del cielo para tener un día de asueto entre sus familiares vivos quienes los esperan ansiosos en casa con coloridos y aromáticos altares y también en los campo santos con oraciones y ofrendas. Para las generaciones nuevas, la danza adquiere interés cuando tratan de adivinar la identidad de los danzantes, quienes celosamente fingen la voz y los ademanes, esto con la finalidad de que en la fiesta de "destape" que se celebra cada 26 de diciembre, la comunidad afirme o rechaze sus juicios y deducciones conforme los danzantes se despojan de sus máscaras.
Un personaje en la danza del xantolo, y que suele ser secundario, es el choto, un diablito representado con un traje rojo de franela con vistosos cuernos, orejas de perro y una prominente cola. La función de los chotos es la de identificar la identidad de las ánimas fugitivas para castigarlas a latigazos con su cola, cargarlas y acusarlas ante San Pedro por haber salido sin permiso de los cielos. En el "destape", este personaje desempeña un papel lúdico y se puede afirmar que el momento de su aparición es el más esperado.
Salen a escena en un primer momento dando vueltas entre la gente, usando su cola con obvias referencias sexuales, bromeando, haciendo travezuras. En una segunda aparición portan antorchas apagadas a las que se les denomina "bolillos". Esto invita a los parroquianos a hacerse de cartones mojados, enramadas y a preparar los sombreros porque en cuanto el fuego ascienda a la mecha de las antorchas, los chotos tratarán de intimidar a los audaces que se metan al ruedo con vistosas maniobras, atizando aquí y allá, chamuscando a los distraídos y asustando a los novatos. La finalidad es vencer al choto, derribarle la antorcha o en su defecto, apagarla. Obviamente los desafortunados diablitos deben aguantar los franelazos y golpes con los que sus contrincantes se avalanchan al tratar de derribarlos.
La fiesta comienza con una comida que se prepara en casa del capitán de cuadrilla de danzantes, que el día de muertos dirigió las danzas. Se corona a los santos patronos, que en Tecolotitla es San José y San Andrés, rindiéndoles honores. Como dato curioso, desde mis tiernos recuerdos, los anfitriones de este festejo han sido los familiares de una conocida curandera llamada "Tía Herminia", en las comunidades huaxtecas una forma reverencial para dirigirse a la gente adulta es anteponer un parentesco, en este caso que nos ocupa, tío o tía. Esto me hace pensar que en las comunidades aún se siente esta interconexión de sus habitantes, ese trato cordial, respetuoso y cálido que alguna vez leyera en el Huehuetlatoli.
Una vez reverenciados los santos, se comienza el baile acompañado de una banda de música de viento y un trío de huapangueros (que por cierto, en Tecolotitla son mis tíos políticos, aquí si, mis consanguíneos) que ejecutan sones y huapangos.
Este año fue sorprendente asistir al festejo, en primer lugar porque entre el Tecolotitla de mi niñez, marcadamente rural, pintoresco y miserable al Tecolotitla moderno hay una diferencia abismal. Se cuenta ya con la mayoría de los servicios públicos y hasta la forma del pueblo ha cambiado, de jacales de adobe y techos de zacate a agringadas construcciones de blog y antenas de televisión satelital. Me reencontré con antiguos compañeros de secundaria, ahora profesionistas y hasta apareció un tío desconocido que me tendió la mano y sus respetos.
Me fuí a casa con una imagen mental que perdurará y se renovará con los años. No importa cuanto cambie el pueblo, cuanta migración e influencia extranjera nos invada, cuantos años se apilen en las caras, la fiesta del destape de los disfrazados seguirá convocando a los huaxtecos y les seguirá dandoles identidad cultural.
Cuando me fuí, una enorme fila ejecutaba los matlachines, ví a los ancianos, a los jóvenes y a niños de 5 o 6 años, zapateando con una fuerza estremecedora, creando una enorme nube de polvo elevándose al cielo.