viernes, mayo 04, 2007

Crímenes de odio en México.

La criminalidad ligada a la discriminación sexual, religiosa o racial es un tema poco discutido en México y sobre el cual existen todavía importantes vacíos jurídicos. En este artículo se revisan los antecedentes de penalización de esta figura en los Estados Unidos, el caso de los crímenes por homofobia en México, y la necesidad de revisar nuestros códigos penales a fin de sancionar la discriminación criminal y poner un freno legal a la impunidad imperante.

Por Carlos Bonfi.

Los investigadores estadounidenses James B. Jacobs y Kimberly Potter señalan en su libro Hate crimes, criminal laws and identity politics (Oxford University Press, 1998), que antes de mediados de los años ochenta, el término “crimen de odio” no existía. Esta noción se incorporó al lenguaje jurídico paulatinamente, a medida en que se buscó, por presión del movimiento de derechos humanos, incrementar las sanciones contra aquellos delitos, agresiones o crímenes cuyas víctimas fueran identificadas como miembros de minorías socialmente desfavorecidas. Se trataba de una nueva definición del crimen relacionado con nociones de raza, género, orientación sexual, religión, discapacidad física y otras categorías antes poco contempladas en la legislación penal. Entre los avances jurídicos recientes destaca, por ejemplo, el reconocimiento público de la discriminación basada en la orientación sexual.

Durante las dos últimas décadas, recuerdan Jacobs y Potter, los hombres gays y las lesbianas en los Estados Unidos han exigido la misma protección en contra de la discriminación que grupos sociales como los negros o los judíos. Han exigido ser reconocidos como minorías victimizadas. Y aunque algunos estados de la Unión Americana han promulgado recientemente leyes que protegen a diversas minorías, los homosexuales han sido invariablemente ignorados en la mayoría de las legislaciones.

En 1998, un suceso criminal escandalizó a ese país e impulsó la revisión de las leyes antidiscriminatorias existentes y una tipificación a nivel federal del crimen por homofobia. Se trata del caso del joven Matthew Shepard, brutalmente agredido y asesinado en el estado de Wyoming por el simple hecho de ser homosexual. La violencia de los agresores, la saña con que fue torturado, crucificado y abandonado a la intemperie hasta la muerte, despertó en la conciencia de muchos legisladores y del entonces presidente William Clinton la necesidad de avanzar en una tipificación más rigurosa de los crímenes de odio basados en la discriminación y el prejuicio. Pocas legislaciones en el mundo contemplan leyes similares, aun cuando se sabe que en países como Irán o Nicaragua, o incluso en algunos estados de la Unión Americana, la homosexualidad sigue siendo severamente penalizada.

En México, “puñal mata a puñal”El crimen de odio es una construcción social, y como tal debe estudiarse a partir de la prevalencia de actitudes de discriminación social en sociedades que toleran, e incluso promueven, la violencia ejercida contra las minorías sexuales, religiosas o raciales. En México se ha vivido durante décadas un importante vacío legal que permite que la discriminación contra una minoría homosexual se practique y difunda libremente a través de los medios masivos de comunicación, desde revistas sensacionalistas como Alarma! o Alerta!, hasta emisiones televisivas y representaciones fílmicas que hacen del homosexual objeto de mofa y escarnio social.

En este aspecto, la discriminación ha subsistido en los mismos cuerpos de impartición de justicia, donde al denunciarse un crimen donde la víctima es un homosexual o una lesbiana, de inmediato se procede a calificarlo como crimen pasional, desechando por esta vía todo vínculo con lo que pudiera considerarse un crimen de odio, haciendo de la víctima el responsable de lo sucedido. Es la misma lógica aplicada a muchos de los casos de mujeres violadas e, incluso, en asesinatos relacionados con el género: ‘ellas se lo buscaron, ¿qué hacían de noche fuera de su casa?’.

El argumento es invariable: la víctima propició, con su conducta, atuendo o insinuaciones, el crimen o delito que finalmente terminó con su existencia. No hay nada que perseguir. Violadores y mujeres casquivanas pertenecen a una misma escoria social, y si un homosexual amanece acuchillado —se concluye— esto sólo puede deberse a la venganza pasional de otro ser de una especie semejante. Es conocido, sentencian los partes policiacos, los “desviados” se matan entre sí.El psicólogo Gordon Allport apunta en su libro The nature of prejudice (Cambridge, 1954), que un criminal movido por el odio hacia una minoría sexual o racial, en realidad desea ardientemente la “extinción del sujeto odiado”. El criminal está convencido de que la falla no está en él, sino en el objeto de su odio, lo que de inmediato le exime de todo remordimiento o sensación de culpa. Una revisión de la prensa policiaca en los años setenta arroja titulares elocuentes: “Le aplastó la cabeza con una piedra: asesinaron a un ‘mujercito’”; “Celos homosexuales: amor y muerte de dos ‘mujercitos’. Eran amantes y la coquetería de uno provocó el drama”; “Orgía y muerte de un ‘mujercito’: tenía cincuenta y cuatro años y... siete amantes. Los juntó a todos; él era la única novia”. Invariablemente, la promiscuidad que se atribuye a una minoría sexual es la única causa de su ajusticiamiento inevitable. En su relación de los hechos, los reporteros se presentan a sí mismos como guardianes de la moral en turno, defensores de las virtudes ciudadanas, y apelan a las buenas conciencias a quienes llaman a indignarse por la decadencia moral que se percibe en las grandes urbes. Los “cínicos”, una variante verbal en la descalificación de los “desviados”, han obtenido al final su merecido, y poco importa entonces que la justicia terrenal siga su curso, si la divina ya hizo lo que le correspondía. La virilidad también se llama a ofensa y el costo para los infractores suele ser enorme.

Considérese un caso que hace treinta años causó conmoción en la prensa amarillista. En un departamento de la unidad Nonoalco Tlatelolco, un grupo de amigos homosexuales organiza una fiesta e invita a jóvenes de aspecto “buga” (heterosexual) que levantan en la Alameda Central, sitio de ligue. Todo transcurre sin problemas hasta que uno de los varones invitados accede a tener sexo y sodomiza al anfitrión, quien tiene la mala suerte de “ensuciarle” el miembro durante el coito. Este incidente basta para encender el agravio colectivo de los invitados, llueven las imprecaciones, los reclamos airados, y la suciedad del maricón se vuelve el detonador de una verdadera masacre, donde cada homosexual es maniatado y torturado hasta acabar cada uno apuñalado. “Puñal mata a puñal”, parece ser entonces la consigna. Al denunciarse el hecho, las autoridades policiacas, incapaces o sin ganas de solucionar el caso, aleccionan a los familiares de las víctimas, en total cinco: “Ustedes saben, ellos son así, les gusta la mala vida y acaban matándose unos a otros”.

Esta lógica se mantiene como práctica invariable en las delegaciones de policía de todo el país, durante décadas y hasta la fecha. Así se siguen dando, en la impunidad absoluta, los crímenes de odio en contra de personas como el médico Francisco Estrada Valle, asesinado en los años ochenta en circunstancias similares a las arriba relatadas, o el caso del activista de derechos humanos, Octavio Acuña, ejecutado en Querétaro hace poco más de un año, o los recientes asesinatos seriales ocurridos en la ciudad de México, obra de un “mata gays”, Raúl Osiel Marroquín, también llamado “el Sádico”, noticia de primera plana, quien al ser interrogado no mostró remordimiento alguno por sus actos, ni culpa, ni un asomo de caridad. Osiel, joven atractivo, se procuraba las víctimas en los lugares de ligue capitalinos, en la Zona Rosa o a la salida de los bares, los ajusticiaba con saña —a una de las víctimas, incluso, le despellejó la frente con una navaja para formar la imagen de una estrella, estigma y firma del verdugo— y después de hacerlo sólo experimentaba la satisfacción del deber cumplido. Al ser arrestado confiesa no arrepentirse de ninguno de esos crímenes, por el contrario, se ostenta orgulloso, pues sus delitos “hacen un bien a la sociedad, pues esta gente hace que se malee la infancia”. Según sus propias declaraciones, esto había sido razón suficiente para librarse de ellos. El criminal homófobo como brazo armado de una sociedad intolerante es una noción que si bien no explica por sí sola la gravedad del problema, sí ha permitido en últimas fechas que algunos legisladores consideren como una agravante en este tipo de delitos la evidencia de la discriminación social.

La apertura jurídica.
Si algo ha caracterizado al hostigamiento penal y policiaco de las minorías sexuales ha sido amedrentarlas con el abanico de las vaguedades jurídicas. Si la legislación penal mexicana, inspirada en el Código Napoleónico, no prohibe la homosexualidad (tal vez, como señala Carlos Monsiváis, para evitar que al mencionarla “se propague la existencia del vicio”), a la prohibición expresa la suplantan, con eficacia intimidatoria, los reglamentos que sancionan las “faltas a la moral y a las buenas costumbres”, y que en su amplísima vaguedad y capricho interpretativo autorizan todo tipo de abusos policiacos, desde las redadas en los sitios de ligue hasta el chantaje a quienes se descubre en negociación carnal con individuos de su propio sexo en sitios públicos.

Que lo sepa Dios, pero que no se enteren ni mi patrón ni mi madrecita santa”. La estrategia del arrinconamiento social, acompañado de amenazas abiertas o veladas, dura largo tiempo y vulnera a varias generaciones de homosexuales que desde el clóset esperan una suerte mejor en mejores tiempos, pero a la postre no resiste el desgaste de la moral tradicional ni la reivindicación creciente de los derechos sexuales, ni mucho menos los cambios legislativos que en el nuevo milenio reconocen —a cuenta gotas— formas de igualdad jurídica para las minorías sexuales. Una de ellas, la de mayor impacto en la opinión pública, es el reconocimiento de las sociedades de convivencia en el Distrito Federal en una ley aprobada en noviembre de 2006.

En este clima de apertura jurídica se registra otro logro en el terreno de los derechos de la salud reproductiva, la despenalización del aborto en la ciudad de México, en mayo de 2007, y también, como una nueva materia en la legislación local, la iniciativa lanzada por la Coalición Socialdemócrata en marzo pasado para reformar los artículos 125 y 139 del código penal vigente para el Distrito Federal, relacionados con el crimen, e incluir un artículo, el 125 bis, verdadero preludio a una tipificación de los crímenes de odio, y que señala: “El que prive de la vida a una persona por su sexo, edad, preferencia sexual, identidad genérica, pertenencia étnica o religión, se le impondrá prisión de diez a treinta años y pérdida de los derechos que tenga con respecto a la víctima, incluidos los de carácter sucesorio”.

La justificación de la iniciativa es elocuente por cuanto por primera vez condensa en el discurso legislativo hechos antes sólo atendidos, en los terrenos del activismo, por los organismos defensores de los derechos humanos, (y por la prensa, casi siempre sirviendo de tribuna a la moral compungida por el cinismo de los muertos): la homofobia mata y esa estela de muertes es palpable, evidencia casi siempre ignorada por los impartidores de justicia. “En las formas de ejecución predominan los golpes, armas blancas, torturas múltiples y estrangulamiento. La investigación y persecución de estos delitos no próspera, ya que las autoridades tienden a clasificarlos como crímenes “pasionales” o “típicos de homosexuales”, como si con ello se diera por entendido que no ameritan impartición de la justicia. Esta concepción se ha convertido en un prejuicio y una huella clara de la discriminación que viola derechos fundamentales, dejando impunes a quienes cometen tales delitos u otorgando penas que no corresponden con las agravantes del delito cometido”.La iniciativa, con proyecto de decreto, representa un claro avance en el reconocimiento y sanción penal de crímenes que hasta el momento permanecen por lo general impunes.


Tomado del suplemento Letra S. Periódico La Jornada. Número 130 Jueves 3 de mayo de 2007

2 comentarios:

Remo dijo...

Es increíble el nivel de intolerancia que existe en este país, aunque también es cierto que la sociedad cada vez se calla menos la boca.

Saludos sin silenciar.

El zórpilo.

El Homo Rodans dijo...

no me tocó conocer a octavio acuña, ya he hablado de su muerte el año pasado, o al menos lo he comentado. A pesar de su corta edad era un luchador social a quien se le privó de la vida por su activismo y su conpromiso con las causas sociales, era amigo de Nancy, una gran amiga mía y colega (psicóloga social).
Es increíble el carpetazo que las autoridades queretanas le dieron al asunto. Sospechamos del gobierno vinculado a grupos de ultra derecha como posibles autores del crimen.
Por aquellos días estaba de vacaciones allá, y fui testigo de la infliltración de personas ajenas a la UAQ, era evidente con sus ropas, su forma de interrogar e inspeccionar los espacios donde académicos y estudiantes solían reunirse y proponer una cultura de autogestión a los grupos vulnerables.
muchas cosas pasan, somos observados y perseguidos. no nos quedemos callados.