jueves, abril 20, 2006

Papá Andrés.

Mi abuelo, a quien cariñosamente le llamamos papá Andrés, muestra en su rostro la severidad de los años, su atlético cuerpo caoba semeja el talle de un árbol maravillosamente habituado a la vida en el campo. Pardo de carácter, es un hombre esquivo al que conozco de a ratos.
Huérfano a temprana edad, se abrió paso por la vida con estoicismo. El hambre, el sudor y el hartazgo cotidiano los minorizó con disciplina, quizá por ello sus hijos aprendieron a respetarlo antes que amarlo.
Mis recuerdos de niño lo evocan sentándome en sus rodillas, jugando a montar en caballo. Me enseñó a espantar a las mujeres de la casa, sujetando en mis manos las patas de un hinchado sapo y acercándolo a las aterradas caras de mis tías que a esa hora seguramente cocinaban la cena en la cocina de adobe. Era un experto en dormir a los cerdos que críabamos, rascándole la panza o jugueteando con los pezones de las hembras, haciéndo a estos desconfiados animales un manojo de ansiedad por dormir y dejarse caer.
Aún con lo agradable que era visitar a la familia cada vez que en la escuela había vacaciones, no quedé excento de ser tratado con firmeza. Cuando desgranábamos las mazocrcas, le contrariaba que los granos rebotaran fuera de los costales, así que nos obligaba a recogerlos con él, uno por uno; el maíz es sagrado y costaba muchos esfuerzos obtenerlo.
Reía sardónico al mirarnos extenuados cuando cargábamos un tercio de leña sobre nuestros escuálidos hombros citadinos, tambaleándonos por las veredas rumbo al pueblo. O cuando en la milpa el sudor mezclado con las vellosidades de las matas de maíz nos causaban fuertes alergias en la piel, nos miraba como diversión de circo barato. A veces nos hacía caminar por terracerías que nos condujeran a poblados lejanos a fin de hacer la compra y venta de cerdos, mismos que eran enlazados y transportados por mi hermano y yo, tratando inutilmente de apaciguar la rebeldía de éstas fétidas criaturas, que al final de la jornada nos dejaba aturdidos por los berridos y sin fuerzas en las manos. Entonces se compadecía de nosotros y nos recompensaba con un agua fresca comprada en la esquina de la plaza del pueblo. Sobre un mantel de plástico con motivos florales, descansaba un vitrol con el ansiado líquido endulcarado, y en fila los improvisados vasos sacados de las veladoras consumidas de los altares hogareños de las vendedoras de aguas. Como satélites, las abejas zumbaban a rededor de los puestos, persistiendo hasta entrar a los vitroles y morir en un festín de dulce néctar.
El misterioso viejo de mi infancia desaparecía a menudo y solo le veíamos en el anochecer o a las horas en que la familia se sentaba a consumir sus alimentos. Ya crecido descubrí que esas desapariciones obedecían al espíritu viajero en mi abuelo, mismo que heredé en forma de pasión por el desplazamiento, los viajes y la aventura de abrirse al mundo. Era muy conocido en el tianguis semanal por su jocoso sentido del humor con las mujeres. Suele llegar a la plaza con un cacahuate en la boca, sostenido con los dientes, mismo que conserva sin pelar mientras se detiene a curiosear con los mercaderes, saluda a la señora del pan, coquetea con la chamaca de las frutas, discute con los hombres que venden el maíz, se pone serio con la abuela de los comales y las veladoras. Cuando el gentío mengua, mi abuelo compra un litro de cacahuates que durarán hasta el próximo tianguis y repetirá la misma rutina.
En temporada de pitayas subía a los árboles y cuidadosamente sacaba su inseparable navaja, para cortar unas pocas que nos ofrecía, las cuales comíamos con infantil gula, maravillados con los fushias, los rojos, los verde tierno y los amarillos de este excéntrico fruto torpical.
También nos llevaba a poner trampas con bejucos y sogas para capturar aves en los montes, entonces nos pedía lo imposible, no movernos y no hablar, en el sofocante calor veraniego de la huasteca. Huelga decir que nunca logró capturar nada en nuestra presencia.
Adoraba cuando nos ofrecía un concierto silbando en una lisa hoja cortada en el jardín, nos tocaba la adelita, la cucaracha sin desafinar una sola vez.
Hoy en la mañana mi abuelo nos visitó. Al mirarme fumar un cigarro me pidió que me acercara:
-"¿sabes fumar?"
-si papá Andrés, sé fumar.
-"Entonces saca humo por las orejas y te doy $20.00 ándale, pero ahorita, te doy $20.00, aprovecha."
y me sonrío con su nueva dentadura y esa mirada pícara.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me parece un bello homenaje a su mayor.

Saludos.

El Zórpilo.