miércoles, febrero 15, 2006

Sobre los pasos de los ancestros.

Los huicholes se llaman a sí mismos wirrárica. Como muchos otros pueblos, dicen vivir en el centro del mundo y ser la "verdadera gente". Los santuarios, el tuki o el calihuei -templos del pueblo-, son el quinto rumbo del horizonte, el aquí de un cosmo regido por el número cinco.
Su aislamiento histórico y su tradición los han hecho custodios de tal centro. Esta tarea obedece a la decisión constantemente renovada de ceñirse al designio de los dioses y ancestros, que deben auxiliarlos en el desempeño de este cargo. Mantener su contacto constante con los seres sobrenaturales es una de las preocupaciones primordiales de los huicholes. Los hombres deben revivir, conservar y transformar constantemente la tradición, "el costumbre" instaurado desde el principio de los tiempos; es condición de su permanencia en la tierra; acatarla es base de su organización social, obligación de todo huichol y, sobre todo, cargo de todo mara'akame y cahuitero (cantadores y funcionarios).
El territorio geográfico que los wirrárica ocupan y reclaman como propio es diferente de su territorio ritual, el cual se extiende fuera de sus linderos, desde el estado de Durango hasta Chapala, desde la costa de Nayarit hasta San Luis Potosí, a donde peregrinan para traer aguas sagradas, cazar venados y recolectar peyote.
Los hombres deben alimentaer y cuider de sus dioses para que los dioses protejan y mantengan a los hombres. El equilibrio entre lo mundano y lo sagrado, entro lo humano y lo sobrenatural, entre lo contemporáneo y lo primordial, es difícil de lograr y requiere un trabajo constante. La intermediación entre los polos es responsabilidad de todos y cargo de cada mara'akame. Los vehículos para acercarse son las ofrendas y la vida misma. A cambio de ello, los dioses dan lluvia, cosechas, salud y sabiduría.
La cantidad de tiempo y energía invertidos en la vida ceremonial les han valido una clasificación unánime de todos los investigadores: son un pueblo "religioso". Pero no sólo revisten tal carácter en los recintos destinados a las funciones ceremoniales, sino en todas las esferas de la vida cotidiana: la siembra, la caza, las tareas domésticas, las curaciones. el arte y hasta las artesanías hacen entre los huicholes permanente referencia a un simbolismo sagrado. Los linderos entre lo secular y lo divino son móviles y dúctiles; en la ceremonia cabe el humor constante y en la vida cotidiana hay tránsitos permanentes hacia la devoción.
Todos los hombres adultos- y con ellos mujeres y familiares- deben cumplir en algún momento cargos, participar en festividades y en actividades comunales: todas éstas tienen implicaciones sagradas. Carl Lumholtz calculó, a principios de siglo, que una cuarta parte de los adultos ejercían el oficio de mara'akame. Ahora la proporción es menor, pero su papel entre los wirrárica aún es fundamental.

EL MARA'AKAME Y LAS DEIDADES.

El maraákame es cantador, médico, sacerdote y guía: es vidente, soñador, adivinador y personaje político; su cargo es conocido, se le busca y procura, se le respeta y teme. Es el custodio de la historia y de las costumbres.
El mara'akame sabe cantar, habla con los dioses en lengua esotérica, es músico y coreógrafo de las ceremonias, está al tanto de los espacios de los patios que corresponden a los tiempos de las festividades; conoce las enfermedades y sus remedios, sabe capturar las almas y encaminar a los muertos.
León Diguet nos dice de los huicholes: "...no dejaron monumentos, pero de generación en generación la tradición de los antepasados ha logrado transmitirse mediante cantos" (Diguet, 1992, . 55). El mara'akame resguarda su sabiduría como reliquia y la adapta para que sea siempre vigente; es el guía que conoce los pasos de los primeros peregrinos y el andador de los caminos. Mito y ritual son la huella viva que sustituye en esta cultura los restos arqueológicos; el mara'akame regenera lo antiguo y lo vivifica, usa la memoria como instrumento para interpretar lo actual y auxilia al huichol para que sea contemporáneo de sus orígenes.
Desde pequeño, el mara'akame recibe señales o llamados hacia su vida futura. Así, ayuno, sacrificio y cuando menos cinco peregrinaciones seguidas a Viricuta son necesarios en su entrenamiento. Allí recibe su voz, su medicina y sus instrumentos, y entre éstos, el principal es su muvieri (flechas sagradas) , con el cual puede escudriñar lo oculto, ver lo invisible y escuchar el aire: no en balde las plumas que cuelgan de él son de águila o de halcón. Los dioses inscriben en su mente, en su corazón y en su alma cantos y enseñanzas. Hacen que les preste su voz y a través de él hablan.
Los huicholes consideran deidades a todos los fenómenos de la naturaleza y a los ancestros, aunque nunca les llaman dioses: son Bisabuelo, Abuelo, Madre, Padre, Hermano Mayor. Fuego y agua, aire y tierra, cielo e inframundo son parte del panteón huichol, en el que Lomholtz contó 47 divinidades (Lumholtz, 1986, pp. 51 y ss.). Cada cual tiene nombres, atributos, lugares, animales, dones y enfermedades, santuarios y lugares propios. Con frecuencia se transforman, sobreponen, sustituyen y aglutinan en los relatos y ceremonias. Esta metamorfosis desconcierta a los estudiosos, quienes también deben considerar a los ancestros y antepasados divinizados, que retornan al mundo en forma de cristales de roca.
Takutsi Nakawé, Nuestra Madre Crecimiento, que fue la madre generadora; Tatéwari, Nuestro Abuelo Fuego; las cinco Madres del Agua: Tayao, Nuestro Padre Sol. y Nuestro Bisabuelo Cola de Venado, se cuentan entre las divinidades rectoras.
A la temporada de secas -Robert Zingg (1982) divide las ceremonias, deidades y vida de los huicholes en dos ciclos: el de temporada de secas y el de temporada húmeda, categoría aceptada por casi todos los investigadores posteriores- pertenecen a las deidades masculinas. El fuego fue el primer mara'akame; Kauyumali-llamado también Maxacuaria o Mayakuagy-es héroe civilizador y bufón. Es hombre, venado y dios. Con sus cuernos elevó al Sol en los cielos, y con ellos aparta las nubes en el Portal de las Nubes. Hizo nacer peyotes de sus huellas y trajo el maíz al mundo. Fue él quien inventó los instrumentos musicales e instauró las ceremonias. También trajo al mundo la muerte. Fue enviado por el Sol para instruir a sus hijos. Sus proezas se narran en los cantos y sus rutas se siguen en las peregrinaciones; las danzas representan sus hazañas y es él quien voluntariamente se sacrifica en las cacerías.
Fuego, sol, venado, peyote o jícuri y maíz se enlazan en los mitos y en las ceremonias. Las versiones de cada cual los multiplican, aunque esencialmente, siempre sean semejanes. El ciclo del peyote dura cinco meses más o menos. Termina en mayo o junio para dar inicio a la temporada húmeda, tras la peregrinación a Viricuta, la cacería del venado, la bendiciíon del maíz y la fiesta de jícuri neirra.

PRIMER VUELO A VIRICUTA.

La fiesta de los primeros frutos, del elote tierno o del tambor es para bendecir tanto a los elotes como a los niños, para que ambos se purifiquen y el maíz pueda consumirse. Esta fiesta no pertenece al ciclo del peyote, pero en ella todos los niños menores de cinco años volarán a Viricuta, transportados por el canto del mara'akame, en alas de Tatei Werica Wimari, Nuestra Abuela Águila Niña, el águila bicéfila que mira los puntos donde se levanta y se oculta el Sol.
Cada niño o su madre llevan "Ojos de Dios"-un rombo por cada año y cada viaje, hasta completar los cinco viajes requeridos- y una sonaja, un sombrero y una talega. En la mano, un "peyote" (tortilla, galleta o peyote seco, según diferentes investigadores).
La parte de la ceremonia que me interesa aquí es la que se refiere a este vuelo a Viricuta y Aramara, roca cercana a la playa de San Blas, Nayarit. Las sonajas que agitan son los pasos de los niños o el zumbido de las alas de colibrí, pues en tales aves se han transfigurado. Acompañan el canto, la música y el ritmo del tambor, del que cuelgan bules de tabaco y colas de ardilla.
El mara'akame enuncia y describe los lugares por donde pasan y donde paran, los peligros que acechan a los viajeros y los requisitos que deben cumplirse. Al llegar al lugar donde deben confesarse, los niños reconocen o no haber comido elotes y el mara'akame los purifica con agua sagrada asperjada con flores de cempoal y el roce de sus plumas. Ante el fuego y la ofrenda, los niños escuchan y aprenden el mapa mítico que más tarde deben recorrer.
Antes de emprender su primera peregrinación, se les familiariza con los lugares y circunstancias edl viaje de los ancestros. Los caminos, los lugares sagrados y animales guardianes adornan sus muñecas y sus cuerpos, bordados con chaquira o hilo. Durante la fiesta, las marcas amarillas de sus mejillas los señalan como peyoteros, si bien a veces el llanto precipita la lluvia pintada por sus mejillas antes de tiempo.
Cuando hacen la peregrinación, años más tarde, les precede un mapa de palabras, les guía un canto y cumplen la tradición con una memoria previa. Antes de llegar a Viricuta, Viricuta llegó a ellos.

LA PEREGRINACIÓN.

Quienes van a Viricuta siguen el camino de los ancestros. La voz del mito es su mapa. Cada año, desde el principio de los tiempos, los huicholes van a la cacería sagrada de jícuri -desde que los vecinos recuerdan, desde la primera crónica que se ocupa de ellos.
Siguen el "camino del Hermano Mayor que camina hacia el amanecer", guiados por un capitán que cuida, enciende y personifica al Fuego. Reanudan los pasos "para buscar la vida" (Lumholtz, Benítez y Myerhoff afirman esto casi en término idénticos). Peregrinan a un lugar donde se transfiguran y se convierten en dioses para traer el alimento del alma. El camino es "delicado" y "trabajoso". Deben penetrar al lugar donde fue creado el Sol, al territorio donde primero brilló Nuestro Padre desde el Cerro Quemado, al patio de los dioses. Allí recibió su cargo y su don el Bisabuelo Cola de Venado. Viricuta no es un lugar histórico, sino mítico. A medida que avanzan, los peyoteros deben desprenderse de su carácter mundano, de sus nombres, del lenguaje habitual, y llegar limpios para acceder a lo sagrado, traspasarlo, vislumbrarlo y retornar con plantas y bendiciones que repartirán entre los suyos.
El viaje dura 43 días: 20 de ida, tres en el desierto, y 20 de regreso. Desde principios de este siglo, según Lumholtz, Diguet y Urbina, se usaban mulas para transportar las tortillas secas de ida, y los canastos de peyote de regreso. Hoy se usan vehículos motorizados, pero las paradas y las jornadas son las mismas, como lo son ofrendas, ayuno, veladas y pasos para acercarse al lugar y la condición requerida de los peregrinos.
Cada ranchería o comunidad wirrárica manda entre ocho y doce peregrinos. Los guía el custodio del fuego y del tabaco, quien enciende el fuego en dirección oriente de ida, y hacia el poniente al regresar. En la comunidad queda otro grupo que también participa en la peregrinación: cada noche se reúnen, prenden el fuego y desatan uno de los nudos de la cuerda que, en ambos grupos, sirve para contar las jornadas. Unos y otros deben ayunar, no deben bañarse ni cambiarse la ropa, y han de abstenerse de las relaciones sexuales.
En el Portal de las Nubes, cerca de Huejuquilla, los peyoteros confiesan sus pecados carnales públicamente, ante el fuego, haciendo un nudo en una cuerda por cada falta, que queman para purificarse. Tras la confesión reciben tabaco y son sus prisioneros, y reciben nuevos nombres y cargos. Todo el lenguaje se invierte y se trastoca. Los peyoteros salen de sus cuerpos y personas y se renuevan, le lenguaje sale de sus cauces, pues ya no podrán describir lo que se verá de ahora en adelante. A partir de este momento, el orden de la marcha es estricto y no debe quebrantarse.
En Tatei Matinieri, pequeña laguna sagrada, descargan las ofrendas implorando bendiciones y buena cacería en el desierto. Allí, los "primerizos" son vendados para no quedar ciegos ante la luminosidad de Viricuta (lo mismo se hace en las peregrinaciones al mar, en la que los iniciados son introducidos al agua antes de verlo, lo que aumenta su azoro y su asombro, pues, a diferencia de nosotros, no lo ven ni en la televisión ni en fotos).
Al llegar al desierto comienza la cacería: todos avanzan sigilosamente, con el arco tenso en las manos. Cada uno cerca cinco venados-jícuri con dos flechas, sin herirlo y sin tocarlo, y cuando el guía caza su peyote con dos flechas cruzadas, ve al venado y siente su remolino, todos se acercan y ofrendan ante el cactus. El cahuitero guía pide perdón, corta el peyote y lo reparte entre todos en una comunión inicial. Lo comen tras tocar con el gajo las mejillas y las muñecas. Entonces cada cual recoge su caza y comienza la cosecha. Esa noche se toca el violín, junto al fuego, se pelan y preparan los botones de jícuri en largas ristras, y se comen.
Cuando terminan su cometido, se retiran rápidamente. La convivenvia con lo divino es difícil y peligrosa, no admite familiaridades. Cuanto se utilizó se quema en el último fuego hacia el este, se circula la hoguera, se voltean los leños y se emprende el retorno.
La búsqueda de visiones no es la finalidad de esta peregrinación. Se cumple con un cargo, se colectan los peyotes y se recoge el agua sagrada necesarios para alimentar las ofrendas y las festividades donde se pide vida, salud y fuerza. El mara'akame o aspirante a cantador, en cambio, sí las busca: con ayuno, sacrificios y constancia escucha la voz de los ancestros. El venado-jícuri lee la mente y pone palabras en boca de quien merece tal cargo. Le da canto, sabiduría y cargo. El elegido tiene una simbología previa y un esquema adecuado para recibir tales enseñanzas, por lo cual sus visiones son canónicas. Por eso también la negativa a compartir, narrar o discutir las visiones de cada cual: son individuales e indescriptibles- como suele ser lo divino- y su particularidad resta fuerza al sentimiento de comunión; es buscado y asupiciado para lograr entre todos un bienestar general. La peregrinación y sus dones son colectivos, en tanto que su modalidad y su llamado son privados.

EL RETORNO.

La misma ruta se desanda, ahora con peyote y agua sagrada a cuestas. Al regresar a la comunidad anuncian su llegada con un cuerno de venado. Tras una velada donde se queman las cuerdas de la peregrinación y el tabaco, que son liberados por quienes estuvieron atados a ese tiempo ritual, quedan pendientes la cacería de venados y la fiesta de jícuri neirra.
La vuelta de lo sagrado a lo mundano también implica peligros. Por eso se quema todo, y el fuego vuelve a trazar las fronteras. Se recuperan nombres y lenguaje, se imprime a todo el orden habitual.
Lo que realmente produce quiebres no es tanto el tránsito entre lo sagrado y lo profano, de suyo difícil, sino la convivencia de lo huichol y lo no huichol. Si la peregrinación se interrumpe y los huicholes son detenidos por autoridades federales de narcóticos, la eficacia de la ceremonia merma; si los agricultores barbechan un campo nuevo en el desierto, el peyote escasea; si sus santuarios son invadidos por extraños, las posibilidades de que la plegaria sea efectiva son más raras ante los depredadores de altares; si se destinan los lugares sagrados a fines diferentes de los señalados, su sacralidad se ve contagiada.
Venado, maíz y jícuri son equivalentes e intercambiables. Las hojas de la mazorca son las orejas del venado, las plumas del mara'akame son sus astas, las pezuñas del venado son jícuris, la sangre de venado es alimento del maíz, que como lo peyotes y los rumbos del universo, son de cinco colores. Las ofrendas y santuarios se alimentan de agua sagrada, humo, sangre de animal sacrificado o luz de Sol. La armonía entre lo celeste y lo terrenal se ve resguardada por el cumplimiento de la tradición. El Sol aparece porque los huicholes lo reviven con sus cantos; las lluvias mojan la tierra porque han cumplido sus plegarias; el maíz es prueba de la obediencia del ritual; la vida prospera porque se cuenta con la voluntad del cosmos.
Peregrinar es creer que en algún lugar está lo sagrado, que es accesible y que, una vez allá, aunque inefable e intransferible, el atisbo o el roce con lo sagrado transforma. Y la bendición nos abarca a todos. Transfigurarse y peregrinar son lo único que permite a los huichoiles arraigarse y permanecer cerca de la niérica: cara, representación o aspecto visible de lo divino, espejo donde los dioses ven su rostro unido a la devoción de quien lo ofrenda, instrumento para atisbar en la revelación. A través de ellas se cumple, se dice, se mira una parte ínfima de la lumninosidad del mundo, La araña, al tejer sobre una jícara, hizo la primera niérica. Este umbral abre hacia la tradición y la permanencia tanto de huicholes como de téhuaris.

Elisa Ramírez Castañeda.

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