domingo, mayo 08, 2005

Morir en la Huaxteca.

Ayer llegué a la huaxteca y me recibieron en casa con la noticia del fallecimiento de la abuela Juana, madre de Bana (Urbana), quienes eran vecinos de mis abuelos maternos antes de que abandonaran la casa en la que vieron crecer a sus hijos y a sus nietos. Inmediatamente tuve la sensación de que moría parte de mi niñéz con este irremediable suceso.
El pueblo ha cambiado mucho desde los años en los que solíamos ir a vacacionar, los viejos empedrados fueron suplidos con calles rectas de sólido concreto, las casitas de adobe y techos de zacate o de teja ahora son de loza, recargando la vista con antenas de televisión de paga. Los pozos de agua comunitarios o picholes solo son visitados en estas temporadas de sequía ya que casi toda la población cuenta con agua entubada y proximamente tendrán servicio telefónico. Antaño solo existía una cabina telefónica en la que todos oíamos las buenas y las malas noticias, pero que si de día había lluvia, el asunto se amolaba porque solo funcionaba en los días de sol. Las casitas con sus techos de dos aguas sobresalían por su blancura y las exhuberantes huertas familiares.
Al acompañar a los dolientes en su pena, tuve tiempo de saludar a los conocidos, entre dulces reclamos por no visitar al pueblo tan seguido y caras de resignación cuando comprenden que las fuentes de trabajo no se encuentran siempre a la mano.
La abuela Juana solía llamarme caloish ya que nunca le interesó hablar el español, me gustaba por razones fonéticas que me llamara así, era divertido y fresco oirla nombrarme para invitarme a comer en su pequeña y ennegrecida cocina, donde los rayos de luz entraban por las rendijas de otate de una improvisada ventila. Me servía frijoles con epazote en un plato de plástico pintado con rosas en sus bordes. Las tortillas recién hechas se inflaban como globos en el lunar comal sobre el fogón y había de esperar a que enfriaran para poder comerlas. A veces nos pedía que ayudáramos a desengranar las mazorcas de maíz y ahí aprendí que el maíz puede ser morado, blanco, amarillo o rojo, a base de tener las manos laceradas por la fricción del grano.
Bana la recuerdo amorosa pero recatada, en ese entonces ella estudiaba la Normal, que en aquél tiempo era un lujo y también requería de ser estudiante destacado. A ella le gustaba regalarnos sabalitos (congeladas) siempre y cuando mi hermano menor y yo imitáramos al changuito o al perro, cosa que nos salía muy bien y se nos aplaudía como a rarezas de circo. Creo que a Doña Severiana también le agradaba nuestro show y nos lo recompenzaba con dos piezas de pan recién salido de su circular horno de adobe.
Eran otros tiempos y cada vez que pienso en ellas me siento desnudo, ellas siguieron con sus miradas nuestra desnudéz cuando había que ir a la letrina y por la urgencia olvidábamos el papel higiénico, las idas al río a bañarse, nuestros juegos infantiles, nuestros bochornos por ser los gueros de la ciudad que por el calor huaxteco nos deshidratábamos. Nos advertían de no jugar en el lodo en la temporada de lluvias que iniciaba en agosto, porque nos podían salir sabayones en los dedos del pie y hasta la fecha solo sé que se referían a algo muy malo, pero no sé distinguir si son insectos o algún mítico animal lodoso.
Las mujeres indígenas marchitas y menudas hiban y venían con sus ojos vacíos, como sonámbulos entre el barullo de los acompañantes en la velación. Sus cabellos canos, trenzados y amarrados en la frente por el calor vespertino contrastaba con sus blusas desgastadas de opalina blanca adornadas con bordados en punto de cruz rojo con motivos florales, dejando entrever sus morenos brazos desafiar al sol.
Una comitiva de mujeres muy temprano degollaron a las gallinas para luego desemplumarlas entre amenas conversaciones y alabanzas por la muertita. Otras más se dedicaron a ir al pozo por agua, mientras que las mujeres mayores prepararon el chilahuili (mole rojo aguado con pollo), el arróz y los frijoles que habrían de servirse a los futuros visitantes que llegarían a expresar sus condolencias, así como a los sepultadores. Las muchachas jóvenes rodearon el comal para colmarlo de tortillas, depositando con maestría y paciencia la masa aplastada sobre el fogón, y si faltaba masa, presurosas hiban al molino con su nixtamal a cuestas. Algunas voluntarias servían y limpiaban la mesa invitando al pueblo a pasar a comer, rogándoles que no les depreciaran la comida y con la complicidad de las otras mujeres que delataban a los pudorosos que no habían querido sentarse a la mesa.
El pueblo llegaba con sus ramos de bugambilias, tulipanes y limonarias adornando una vela de cera real o en su defecto una veladora, contribuyendo con una bolsa de Maseca, sal, frijol, maíz o aceite, costumbre que he observado desde que tengo uso de razón. Con las flores los varones formaron cinco coronas de hermosas flores rojas que se marchitaban por el apabullante calor, mientras las mujeres apilaban las velas al rededor del féretro.
Cada vez que alguien muere en el pueblo de mi madre, los vecinos de los deudos abandonan sus rutinas diarias y simulan un hormiguero en constante movimiento, solidarizándose con ellos y sirviendo muchas veces de anfitriones, dejando que lloren a su difunto mientras el pueblo limpia y trabaja para que todos los visitantes sean bien atendidos.
De pronto se oyen los lamentos en voz alta de una mujer, quizá una amiga de la difunta o un familiar, su voz aguda se alza sobre el silencio sepulcral de quienes entienden su dolor, entre sollozos y contagioso llanto que hace presa de otras mujeres cercanas a la que comenzó a desgarrar su corazón de tristeza. Y luego se apaga.
Las conversaciones giran en torno a las cualidades de la difunta, la enfermedad de fulanita, las peripecias en el trabajo del profesor rural de barrio abajo, los estudios de los muchachos, el crecimiento de los hijos. Todos se refieren a los ancianos como el tío o la tía.
Una humilde mujer que no hablaba nada de español afanosa cortaba hojas de un limón, acompañada de su hijo y con ellas haría la almohada donde reposaría la cabezita de algodón de la Abuela Juana. Los deudos pondrían algunas mudas de ropa en el féretro y la catequizta bordaría con gruesos hilos de algodón una cruz que se le anudaría al cuello en su último adiós.
Los rezos comenzaron.
Afuera los escuálidos perros se arrastran bajo la mesa peleándose por un pedazo de carne, mientras que los mas viejos retozan a lado de sus dueños.
El ascenso al cementerio por la pendiente será aún mas dolorosa y los gritos de dolor de las mujeres se elevarán con sus oraciones, en una procesión silenciosa interrumpída por el sonido del maíz o del arróz cayendo sobre el ataúd.
Insisto, es difícil creer que los recuerdos de mi niñéz yacen bajo tierra y se comienzan a descomponer. Extrañaré aquella boca desdentada preguntando: ¿caloish, comer caloish?

1 comentario:

Margarida V dijo...

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