Entrando al cuartucho de hotel barato en la zona de tolerancia, se encontró con un colchón remendado a manera de cama, la alfombra y los dos únicos muebles de decoración revelaban cansancio por los años de inutilidad; pero eso no le importó, para los amantes furtivos esos detalles casi nunca tienen importancia. Olía a viejo.
Se tiró sobre la cama atando aquél cuerpo -el otro, el ajeno, el de ocasión- con sus brazos presurosos, desbordantes en ademanes que expresaban la pasión desatada a caudales, vertidos en la tersa piel oscura de aquél hombre sin nombre, pero al que lo esclavizaba el deseo.
Rápido se deshicieron de sus ropas, en aquella hora resultaba incómodo no estar desnudos, y sus bocas se encontraron en la oscuridad para dejarse ahogar, ebrios del deseo, en un nudo de manos, piernas, brazos, dientes, lengua, sexos. Aparecían y desaparecían del mundo, dominando el secreto de los ilusionistas, escapándose de la mirada atenta, del aplauso fácil. Quince minutos de amor pagado, de ganas consumidas, de conquistas mutuas, de eyaculación presurosa, de flacidéz exprimida. Y después: el abandono torpe e insensible, las expresiones de rigor, la transacción monetaria, una puerta que se cierra y el sonido de unos pasos presurosos que se alejan buscando la salida.
Y él se volcó a la cama como un náufrago nocturno, aferrado a los pliegues de las sudorosas sábanas, buscó refugio en la silueta aún tibia que se dibujaba en el mullido colchón, aspirando con fuerza su aroma recogida en la almohada, asido a ese aire clandestino como su última bocanada de oxígeno, empeñado en prolongar con viveza, el recuerdo de su entrega carnal. Y su excitación renacío en el silencio de aquella habitación.
Como un felino se relamió los bigotes en un beso ficticio, sus manos jugaron a capturar lo inasible, la fogozidad le erizó el espinazo, perdiéndose en la nuca, ascendiendo a la cabeza. Urgente del cariño cálido, de las manos precisas, y del descanso ofrecido en un regazo.
Alguien golpeó con fuerza a su puerta, no fué necesario cruzar palabras, era el aviso de que el tiempo se había agotado, que otros esperaban acojerse en el remolino que dejó en las sábanas. Perezoso cubrió su desnudéz, incorporándose del letargo y la ensoñación, echó un breve vistazo a la escena, para luego dejarse resignado devorar en las fauces de la vida rutinaria que nace al salir de un hotel de paso.
1 comentario:
Cierta vez me comentaron que pagar por amor no era muy recomendable, porque físicamente se sentía mejor, pero afectivamente, el espacio vacío era aún mayor.
Me encantó lo de "la tersa piel oscura", nada menos hoy le decía a un amigo que para mí no hay cosa más enervante que un tersa piel.
Leí con violencia su texto, muy bueno.
Saludos.
El Zórpilo.
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