Por Fernando Muñóz Castillo.
El encuentro.
Una noche de verano de 1979, al salir de la última función del Cinema 59 el sonido de la música llamó mi atención, fue cuando me percaté de que enfrente de mí se encontraba una casa de finales del siglo pasado con policías en la puerta y en la que entraban varias personas. Como era sábado, en seguida pensé que se trataba de un baile popular, así que decidí cruzar la calle y averiguar un poco más, porque la verdad, la música tropical que salía por la puerta de la calle era alegre y bien interpretada.
Los policías me vieron y sonrieron. El chavo de la puerta me dijo que costaba diez pesos la entrada. Pagué y fue así como entré en una mansión decimonónica que, luego me enteré, era sede del Sindicato de Músicos y Filarmónicos del Sureste.
Una noche de verano de 1979, al salir de la última función del Cinema 59 el sonido de la música llamó mi atención, fue cuando me percaté de que enfrente de mí se encontraba una casa de finales del siglo pasado con policías en la puerta y en la que entraban varias personas. Como era sábado, en seguida pensé que se trataba de un baile popular, así que decidí cruzar la calle y averiguar un poco más, porque la verdad, la música tropical que salía por la puerta de la calle era alegre y bien interpretada.
Los policías me vieron y sonrieron. El chavo de la puerta me dijo que costaba diez pesos la entrada. Pagué y fue así como entré en una mansión decimonónica que, luego me enteré, era sede del Sindicato de Músicos y Filarmónicos del Sureste.
Traspasando las fronteras.
Al prinicpio no noté nada fuera de lo común, aunque sentía en el ambiente que algo era diferente. Mas no tardé en percatarme de que era un lugar de vestidas proletariadas, en donde se mezclaban sardos, mujeres mayores principalmente vestidas con el trajo regional y jovencitos exacerbados más por la marihuanma que por el alcohol.
Tenía ganas de bailar una rica cumbia, así que me acerqué a una de las vestidas y la invité a la pista, la respuesta fue un no acompañado de una mirada agresiva, lo cual me extrañó. Me acerqué a otra y la contestación fue la misma. Ante tantas declinaciones opté por bailar solo, a la tercera cumbia, una morena de afro, pequeñísimos pantaloncitos y botas negras me preguntó si podía bailar conmigo. Acepté.
Después de esa noche asistí con cierta asiduidad a este espacio que semejaba un lugar sin límites donde lo moral y lo inmoral no existían y que por lo mismo era un lugar fuera del mundo, de la realidad que representaba la ciudad de Mérida.
Por La Marquesa, me enteré de todo el movimiento y gracias a ella las demás vestidas y parte del personal masculino me trató con deferencia.
Y así, a la hora de las trompadas, los silazos y las botellas que volaban por los aires, corrían en parvada hacia mí para encerrarme en cualquiera de las múltiples habitaciones y evitar que algo me sucediera.
La mutación de esta mansión comenzaba todos los sábados a partir de las ocho de la noche y terminaba a las seis de la mañana del domingo, durante estas casi doce horas se transformaba en El Palacio Rojo o como lo llamaban las vestidas: El Palace Red.
Fiebre de sábado por la noche.
Una de las características de este espacio era la ausencia de noción de pecado. El personal iba a bailar y a beber, a darse un toque si se podía y a pasársela bien. Sin embargo, la mayoría del mundo homosexual de la ciudad no asistía por miedo, unos a encontrarse con conocidos que iban a bailar con los putos, y otros por no sentirse a gusto con el proletariado. Pero a partir de que ciertos personajes de la cultura se acercaban a este espacio con mirada más antropológica que humana, el mundillo gay de la ciudad comenzó a frecuentarlo con poses snob.
A la distancia, hoy resulta que todos eran asiduos del Palace Red.
Si la cumbia se vistiera de luto, solamente que muriera el cumbión...
El ambiente que se vivía en este lugar pertenece al universo que describe Jean Genet en sus novelas. Universo habitado por ladrones, asesinos, militares de bajo rango, mayates, travestis, padrotes, locas, policías, drogadictos, vendedores de drogas, ancianas que pagan su servicio a padrotes jóvenes, criaditas recién llegadas de sus pueblos o rancherías que hablan más maya que español, y niños de la calle dedicados a la prostitución.
Este último grupo comenzaba a hacer su aparición en la ciudad de Mérida como un producto importado de Cancún.
Me está llamando Cancún, yo me voy para Cancún.
Muchas familias de todas partes de la República se desplazaron a Cancún en busca de la tierra prometida. Al no hallarla, la ciudad más cercana que auguraba trabajo resultaba ser Mérida, que aún ahora sigue siendo la ciudad más importante de la frontera sur del país, por sus clínicas, comercios, centros de diversión y vida cultural. Pero a pesar de todo esto, Mérida es una de las ciudades con más subempleo y salario mínimo no acorde al estatus de ciudad turística, así que los sueños y expectativas de la mayoría volvían a estrellarse en el vacío. Pero ya en la ciudad se fueron acomodando en lo que hoy se conoce como cinturón de miseria. Es en este esapcio habitacional desposeído de todo, donde surgen las bandas que rara vez se mueven hacia el centro de la ciudad, y estas pandillas de niños de 10 a 14 años que se venden a los gringos viejos en la plaza grande de la ciudad y que me sorprendió ver en plena madrugada beber cerveza, bailar y agredir sexualmente a las vestidas más encleques del Palace Red.
Conversé con ellos y me hice amigo de su jefe, un escuincle de apenas 12 años que se comportaba como todo un rebelde sin causa, que fumaba, bebía y hablaba desenfadadamente de sexo proponiendo goces como el mejor prostituto de cualquier video gay "hard porno".
Y, paradojas de la vida, junto a estos prostitutos infantiles convivía el hijo de la señora que vendía sandwiches y café caliente en las madrugadas, sin percatarse de quiénes eran aquellos niños que corrían, gritaban y bebían como locos.
El personal "femenino" temía a esta pandilla de niños, pues operaba para robo y violencia en grupo, eran como pirañas...
En 1979 la sociedad mexicana no se percataba todavía del grave problema de los niños de la calle. Estaba más horrorizada y entretenida de demonizar a la banda de los Panchitos y sus símiles en el país, que en observar un fenómeno, que hoy ha alcanzado dimensiones estratosféricas y que crecía junto con las devaluaciones, el desempleo y el narcotráfico.
Cha cha cha que rico vacilón.
Las noches en el Palacio Rojo transcurrían siempre iguales, el personal era el mismo, tanto el citadino, como el que venía de municipios circunvecinos sólo para bailar con otro hombre y beber sin ser molestados. Los nuevos siempre resultaban mirones que jamás regresaban, pero que se iban satisfechos en su morbosidad y algunos en su líbido.
Pero lo más sensacional, fueron las noches de carnaval, ahí sí lo insólito era perfectible, desde los disfraces hasta los personajes. En el último carnaval en el Palace Red conocí a una vestida perteneciente a la tercera edad que me contó la historia de "El Mambo", uno de los cabaretes más famosos de la Amapola -nombre que recibía la zona de tolerancia de Mérida-, y que fuera inagurado nada menos ni nada más que por las Dollys Sisters.
"El Mambo" fue regenteado por una conocida madame que venía de Tijuana y por ese travesti que en el cincuenta era un joven que vivía de ejercer la prostitución en los muelles de La Habana y a quien uno de los socios del negocio trajo como amante y administrador. En su anecdotario nombres conocidos y eméritos de la ciudad salieron a relucir, acompañados de su curriculum erótico y sexual.
En 1981, el montajista y fotógrafo Enrique Luna estuvo en Mérida y sacó una serie de fotos sobre El Palacio Rojo que son un fehaciente documento.
El final.
A principios de 1982 El Palacio Rojo fue cerrado debido a la campaña represiva disfrazada de moralizadora que emprendió el gobernador en turno, el general Gracialino Alpuche, y que agredió a todos los sectores de la sociedad yucateca. El cierre del Palace Red significó el fin de una época que se caracterizó por el placer por el baile y que permeó a todos los estratos de la sociedad mundial. Por sus características específicas, el Palace Red era la zona franca dentro de una sociedad represiva y de doble moral. Un lugar gay donde se reunía el superlumpen proletariado y que no ponía contención alguna para evitar el acceso de todo aquel que quisiera divertirse un sábado por la noche, sin prejuicios y sin complejos de culpa.
En 1983, instado por las fotos de Enrique Luna y por otros amigos, escribí una obra de teatro basada en El Palacio Rojo. Lo hice no sin cierto temor, ya que mi dramaturgia nunca ha sido realista, sin embargo el trabajo fue merecedor del premio nacional de dramaturgia JOMAR 85.
Por los años en que existío, El Palacio Rojo adquiere a la distancia una mayor dimensión, ya que fue en 1979 cuando el Frente Revolucionario Homosexual organizó el primer desfile del Orgullo Homosexual en la ciudad de México.
También fue en esos años que los espacios recreativos gay's en el D. F. comenzaron a surgir abiertamente. Así que un espacio de la naturaleza del Palacio Rojo y en una ciudad como Mérida, Yucatán, merece ser reconocido como uno de los estadios recreativos más gozosos en la historia de la ciudad, sobre todo después del cierra de la zona de tolerancia La Amapola, en 1970.
En este final de siglo no existe otro espacio igual, se han dado remedos, pero nunca otro igual como este Palacio Rojo de las Pasiones.
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