Tía Alfonsa siempre se hacía notar por sus escandalosas carcajadas contagiosas, al rededor de ella había una luz en la que los desamparados podían encontrar un poco de descanso. Su cuerpo grueso y mas bien regordete era infatigable, si no horneaba pan vendía cuanta chunche para sobrevivir, no le debía nada a la vida, mas bien la vida le quedaba debiendo.
Recuerdo que en los campeonatos deportivos de semana santa se hacía llegar con un séquito de doncellas, armadas con latas de manteca vacías, botecitos de aluminio llenos de piedras y varas para acalambrar con sus armas los oídos de los equipos contrarios al local. Nadie le ganaba gritando, su ingenio le arrancaba las mas variadas sonrisas a los visitantes, y era apasionada, como esas personas que suelen entregarse en todo lo que hacen, en su andar, en su saludo, en su trato, en sus oficios, en su familia.
Cuando me dejó no pude decirle adiós, ni besar sus mejillas adoloridas, tampoco pude secarle el dolor de sus espamos, ni velar su sueño apagado. Como en todo funeral huaxteco, la fiesta parecía ser una continuación de su espíritu festivo, la gente llegaba como oleajes, ví a muchos que nunca pude determinar su identidad, pero si pude constatar su cariño sincero hacia este personaje que tanta luz nos había inspirado. Recibimos tantas flores que no había donde meterlas, con ellas se arreglaron varias decenas de coronas multicolores, las indias con su sencilléz habitual habían salido presurosas de sus chozas con tulipanes y bugambilias, arrastrando sus gritos lastimeros hasta el lugar donde descansarán nuestros huesos.
Es un dicho popular que las personas buenas son las primeras en abandonar esta vida, yo creo que por eso soy tan mala persona.
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