Cuando su familia la acogió le pusieron por nombre Hanna, en honor a Hanna Barbera al creador de Los Picapiedra. Creció con un mal congénito que le causaba mucha lagañosidad en los ojos, y es quizá su temprana enfermedad lo que le moldeo un carácter dócil, fiel, hogareña y cariñosa.
En el momento en que la familia fue creciendo, el espacio reduciéndose y los cuidados de la salud de los más pequeños en casa se extendieron, decidieron darla en adopción. Por alguna extraña razón, mi amigo Juan recurrió a mi y en pocos días ella pasó al hogar de mi hermano, quien vive solo y necesitaba algo de compañía y seguridad.
Al paso del tiempo Hanna se enamoró de "El Killer", varias veces intentaron procrear y muchas más fracasaron. Esto aumentó sus rasgos distraídos, dormía la mayor parte del día y se aferró más al hogar. Pocas cosas le sorprendían, su alma envejeció prematuramente.
Mi madre requirió de los cuidados de Hanna cuando nos mudamos a una cabaña en las afueras de la ciudad. En especial porque antes de habitar nuestro hogar, fuimos víctimas de robos. Eso fue hace cuatro meses, yo tenía un tiempo sin tener contacto con ella, así que cuando la vi me daba la impresión de que había subido algunos kilos y que estaba envejeciendo. Hacía tiempo que no procreaba y habían renunciado en los intentos.
Esta semana notamos que su introversión se exacerbó, ya no nos recibía con el mismo entusiasmo cuando llegábamos a casa, no atendía a nuestros llamados, poco a poco dejó de comer y enfermó. Pensamos que la infección cedería pronto y se rehabilitaría exitosamente, pero no fue así. Un mal diagnóstico, nuestra ignorancia a cerca del tratamiento a seguir y una serie de errores humanos agravaron su delicado estado.
La noche del jueves salí con mis amigos a bebernos unos tragos, y compartir una animada conversación que se extendió hasta el viernes en la madrugada. Al llegar a casa la encontré postrada en la calle, justo en la entrada. Pensé lo peor. Con mano temblorosa palpé su cabeza: su frialdad rígida y escalofriante me estremeció. Presuroso abrí la puerta y en un tono quejumbroso desperté a la familia con la noticia, luces que se prenden, gente vistiéndose con prisa, pasos, gritos, mi madre acongojada cayó de rodillas a lado de Hanna, lloraba copiosamente, le pedía que se levantara, la acariciaba tiernamente, todo en vano. La metimos al jardín y mi madre ya no pudo dormir.
Ayer antes de que el extremo calor tropical nos dañara la sepultamos. Terrones endurecidos caían sobre su lomo y Tomás me pidió que la tratara dignamente. La blanca cal me hizo pensar en un poema de Sabines: "¡Qué costumbre tan salvaje esta de enterrar a los muertos! ¡de matarlos, de aniquilarlos, de borrarlos de la tierra! Es tratarlos alevosamente, es negarles la posibilidad de revivir."
Un ramillete de margaritas y varios kilos de cal fueron sirvieron de cama para sus restos. Hoy ya no ladra, ya no nos da la pata, ya no se acurruca en nuestra piedras exigiendo la caricia amada. Extrañaremos a nuestra amada mascota, a la perra Hanna.
1 comentario:
Me hiciste llorar con el relato. Recordé a Natasha, quien se quedaba conmigo junto a la mesa en las noches de desvelos y tareas interminables, o que me esperaba tarde en la noche de regreso del trabajo sin pedir mucho a cambio.
Descanse en paz Hanna y
Descanse en paz Natasha
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