sábado, enero 27, 2007

Sed.

Una mano grande, huesuda y de hinchadas venas tocó mi hombro, sacándome del dulce descanso infantil, para encontrarme de golpe con un manto de oscuridad donde adiviné el cuerpo encorvado de mi abuelo saliéndo de la habitación, mientras ordenaba en tono malhumorado que nos alistarámos mi hermano y yo para salir. Somnolientos comenzamos a levantar el mullido petate en el que habíamos dormido, formando un gigantesco taco que recargamos sobre la pared. Metimos nuestros blancos pies en el calzado enlodado y buscamos al final del pasillo la tenue luz que salía de la cocina.

En las faldas de un maduro framboyán tomamos agua de una ollita de barro, su olor y sabor no era como la del agua del glifo a la que estabamos acostumbrados en la ciudad, parecía que las flores blancas que decoraban el barro crecían frescas y alegres con aquel líquido que afanosamente las mujeres acarreaban del alejado pichol muy de madrugada, afanosas de que nunca faltara en casa la aguita que se ofrecía a los viajeros, a las visitas y a los hombres cuando regresaban ya tarde de las labores del campo, abatidos, como quien regresa de una sangrienta batalla y ha sobrevivido con muchas penurias, buscando el consuelo, los cuidados y la mirada aprobatoria de las muejeres.

Aseados nos metíamos al jacal de zacate donde ardía el fogón. Las mujeres de la casa habían hecho fuego muy de mañana y sobre una oblea de barro blancuzo se inflaba una decena de tortillas, como se inflan los sapos molestos y defensivos cuando por las tardes mi abuelo nos hacía tomarlos de las patas y mostrarlos a mis tías que escandalizadas y llenas de asco corrían poniéndose a salvo, ante las risas traviesas del abuelo que miraba complacido la escena desde un lugar donde no perdía detalle. Rápidamente mi abuela le arrebataba las tortillas al comal, doblándolas del vientre con el empeine de la mano para ahogarlas sin compasión en el molcajete donde había molido chile verde con jitomatillo, y ya inhertes las embarnecía de la manteca que un día antes me había mandado a comprar con Don Eulogio: - "vas allá arriba, cas' Tío Eulogio y le dices que te venda una libra de manteca, ¿si sabes dónde? y te vienes rapidito, si te ladran los perro no te asustes. "

A Tía Poncha la encontré ensimismada en el metate moliendo el nixtamal. Sus núbiles pechos se balanceaban con parsimonia cuando remolía con el rodillo de piedra los despedazados granos de maíz cocido. Me gustaba mirarla en silencio sentado en la pequeña silla donde mi abuela gustaba sentarse de mañana a trenzarse sus grises cabellos y a cepillarse ruidosamente, cuidando que la raya media de la cabeza semejante a un zurco del campo, dividiera su cabellera en perfecta simetría. Mi tía se limpiaba el sudor de la frente en el cuello de su blusa y retomaba el vaivén de sus pechos colgantes.

Esa vez alguien nos acercó dos tazas humeantes de café endulzado con piloncillo. Soplábamos con fuerza sobre las mismas para enfriar el despavilante aromático alternando con pequeños sorbos y mordizqueando galletas de animalitos conseguidas de la tienda de abasto rural CONASUPO.

En un atado de servilletas de algodón bordado con aves mitológicas, flores y virgencitas de guadalupe guardamos las matutinas enchiladas de almuerzo que tibiamente comeríamos cuando el ruido en el estómago y su ardor se tornara insoportable, allá en la milpa, en las laderas del cerro que conduce a Huautla, donde los domingos el abuelo nos lleva a vender puercos y de recompensa nos compra diez pesos de morelianas.

Nos pusimos en marcha, mi abuelo presidía la peregrinacióna con su andar de siempre: ligeramente encorvado como una caña, las manos atadas a la espalda, sombrero de ala ancha en la cabeza, machete y guaje con agua atados a la cintura y morral de tosco zapupe en el hombro. Mi hermano y yo nos encargábamos de las herranmientas de labranza: el azadón, el huingaro y la lanzeta. Hasta atrás caminaba "el pinto", con sus siete años a cuestas, se rezagaba marcando con orines el camino de vuelta y mostrando los dientes cuando otro perro le miraba más de lo necesario.

Los ojos de mi abuelo estaban habituados a andar en la oscuridad, no requería lámpara de mano para adivinar las piedras saliendo entre el camino con las que mi hermano y yo tropezábamos a menudo. Esquivaba con calma las heces del ganado, la ortiga y los espinos. De vez en cuando un hombre metido en un calzón de manta blanca mascuyaba un saludo breve, incomprensible, casi siempre su caminar era como el de nuestro viejo: con las manos bajo la joroba, y solo rompían la postura para alzar la mano derecha en señal de saludo y despedida.

Por veredas y barrancos caminábamos con la mirada fijamente centrada en el suelo, para no caer en la penumbra insondable donde imaginaba saldría una gran serpiente, o por lo menos un mahuaquite, dicen que con una mordida que te dé una de esas, en quince minutos te mueres, yo por eso siempre miraba abajo, para protegerme. En lo alto el día aclaraba suavemente, primero con un tono gris que me hacía extrañar el tibio sueño, las horas de juegos, los amigos de la palomilla, las sonrisas de la familia sorprendida porque habíamos crecido mucho desde la última vez que nos habían mirado y que nos compraban refrescos, galletas y pan de pueblo. Cuando el tímido sol pintaba las nubes de rosa, de rojo y dorado, nuestro andar se emparejaba con el del abuelo. A la distancia la neblina se levantaba con pereza de los cerros y las cordilleras, levantando su vestido de gasa con coquetería, como la amante que se despierta temprano y a penas se cubre para salir huyendo dejando un halo de humedad y pétreo deseo que a mi, la mera verdad, me enfriaba los dedos de los pies.

Conforme la mañana nacía, la luz se posaba en las cosas que antes no podíamos ver y les confería un aspecto de recién nacido, nos revelaba los misterios de la noche, los tesoros que una y otra vez nos sorprendían aún cuando con los años habíamos aprendido a reconocer los objetos que tan celosamente velaba, despistándonos con su espesura sin contornos, con la falsa seguridad que nos inspiraba cuando la penetrábamos como en sueños sin conocer lo abismal de su carácter y lo blando de sus pasos.

La milpa reverdecía orgullosa. Una colmena de espigas doradas se mecían oscilantes e indecisas en el viento, como banderines de una medieval fortaleza. Los moscorrones zumbaban veloces contribuyendo al tráfico aéreo de moscas, libélulas y abejas neuróticas que en ocasiones se detenían malhumoradas a molestarnos y perseguirnos cuando les alzábamos los brazos.

La noción de tiempo cambiaba constantemente en una sensación de ir y venir, que se acentuaba con el mutismo en el que me inspiraba la música producida por el sensual roze de las matas de maíz entre sí. Mi abuelo leía la hora en la sombra de los árboles con precisión inglesa y nos amonestaba a apresurarnos en nuestras tareas. Cortábamos el tomatillo y el chile maduro guardando el botín en las morraleras. Con el huíngaro la maleza era mas fácil de cortar pero también las ámpulas en las manos aparecían prestas con el aguijón del dolor.

Lo peor era el cacume que desprendían las mazorcas cuando las abríamos para asegurarnos de que su maduréz había llegado, polvillo apolillado que junto con la vellosidad de las matas de maíz me producían un prurito incontrolable, el cuerpo se me retorcía en una danza chamánica que me sirviera de amuleto contra el enojo de la milpa vengadora y aliviara el ardor, el fuego, el escosor con el que maldecía mi sangre. Mi piel se tornaba roja y amorotonada como las enchiladas de la abuela y yo sentía que me moría, hasta que buscando el alivio del cuerpo y de mi atormentada alma me inspiraba a arrojarme al río, en el bautismal baño del que resurgiría de entre los muertos para heredar el reino de los justos, al expiar mi extranjera mancha.

Entonces el abuelo, hombre duro y de pardas palabras me reprendía por no ser lo suficientemente hombrecito para aguantarme el dolor, me miraba desde lejos con sus ojos penetrantes, de altos pómulos y huesuda quijada, disuadiéndome a continuar con la tarea una vez que descansara en la sombra de un platanar hasta la hora del lonche.

Comíamos en silencio en la hora en que el calor de la huasteca era mas asfixiante. Para entonces se nos metía en la piel un olor a hierbas, sudor y tierra. Del guaje bebíamos con frenesí y nos acurrucábamos en el suelo para comer de una piedra que nos servía de mesa. Las tortillas frías nos sabían a gloria y la cesina con su sabor a rancio era un manjar reservado para quien hubiese hecho el mejor trabajo... a mi casi no me toco nada.

De regreso a casa el abuelo nos cargaba una tercia de leña sobre los escuálidos hombros. Con frecuencia nos deteníamos abatidos por el cansancio para luego recobrar la importante misión conferida, a paso veloz alcanzábamos al abuelo que rara vez detenía su paso o miraba hacia atrás. Aquello se convertía en una lucha de orgullo en el que debía demostrar que podía ser como uno mas de mi raza. Cuando por fin llegábamos a casa, mi madre se encontraba complacida con nuestras caras rojas, escurridas de un sudor negro y el cuerpo ardiendo de insolación. De un solo golpe arrojábamos los leños al suelo, triunfantes, orgullosos de suplir las necesidades de la casa, de ser "hombrecitos", de dar la vida saliendo a arrancarle a la naturaleza el diario alimento con el que aseguramos la existencia y con ello perpetuar nuestros nombres, la vida que nuestros ancestros nos enseñaron que era buena, y así honrar su memoria.

En un último esfuerzo, mi hermano y yo corríamos con las pocas fuerzas restantes hacia la cocina para hundir la taza de plástico en las ollas y bebernos el agua. Entonces que sabrosa y distinta nos sabía aquél líquido pintado de blancas flores.

1 comentario:

Mike dijo...

Guau, que buen relato... Conosco esa vida campirana, me trae recuerdos de infancia... Un placer esta lectura.
Pd. Es bueno leerlo a usted y no releer sus lecturas..
Pd.(Bis) Mil gracias por el link.