miércoles, septiembre 01, 2004

Tarde de lluvia.

"A tí solo pude amarte, a ti sólo entre todos los hombres. Tú no puedes figurarte lo que eso significa. Es como una fuente en el desierto, como una flor en la maleza. Únicamente a ti debo el que mi corazón no se haya marchitado, que en mis adentros quede aún un rinconcillo donde pueda entrar la gracia" Herman Hesse.

Y aún así, que lejos ha quedado aquél jueves, cuando al calor de una cálida conversación, nuestros cuerpos se acercaron, se refugiaron del bestial frío serrano, así, como dos piezas de un basto rompecabezas que por fín encajaban, acompañada de una inmensa alegría. Para tí aquello era nuevo, desconocido, habíamos cruzado la leve frontera que dividía la amistad hasta entonces conocida y el deseo.

Después fué solo pensarte, aguardar el atardecer en el que prometiste volver. A fuera llovía, y en aquel sórdido aguacero me sentía escurrir por tus calles, aquéllas que inmortalizaban tu nombre en el cemento ya seco, en tu ciudad, esa que habías recorrido tantas veces, que en sus paredes habías escrito historias, esta ciudad en la que solo soy un náufrago, aferrado a la tabla de tu recuerdo.

Adentro tu silueta permanecía fresca en mi cama, pasaron los días sin atreverme a desdibujarla, no sería yo el autor de semejante homicidio. Pero me condené a la melancolía, a la añoranza. El teléfono permaneció mudo, hizo votos de silencio, cómplice del reloj y el calendario que me vieron con los ojos tristes esperar a tu negada llegada.

Tengo tanto miedo como tú, si tan solo pudieras saberlo, quizá te sentirías comprendido, quizá me permitirías compartir tu desconcierto. No quiero el beneficio de la duda, no sé que hacer con ella.

Aún te espero.

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