Con la última lluvia de junio, el olor de los cedros ensangrentados impregna de heridas al viento. Entre la selva se abre paso con pies ligeros, las mudas aves observan desde los nidales y a lo lejos el crujir del río ha despertado violento, mal humorado revienta rocas, troncos, lodo y guijarros. La modorra mañana avanza blanqueando las casas.
Por el camino real reconocí su paso dispar, difìcilmente entrecortado. El cojito carga un ato de leña en su ayate viejo. Las venas de su frente se hinchan como los brazos del río que no se calla. Por su frente se ha rociado un sudor ligero y salado.
En casa su mujer aguarda con el pensamiento en suspenso. El crujir de los leños en su encuentro con el suelo le dibuja una sonrisa en los labios, ligera y frondosa como las jacarandas lo espera en la puerta, anegada de agua descenciendo de su naguas, las firmes carnes de sus nalgas en traslúcida mirada. El deseo se clava en el vientre del cojito, como una espina en su pierna mala, como dolor de animal moribundo buscando azarosamente el zacatal donde yacer fulminado. Se arrastra pues suplicante a los pies de la ingrata que no acude a su auxilio. Se mete entre sus piernas en un vaivén parecido al de su marcha, a veces despacio, a veces frenético, el vaivén de su cuerpo recorre el terreno ya conocido de aquella mujer, la pisa con fuerza, desesperado, angustiado, pero luego se arrepiente y la mancilla con paso suave, como el recuerdo de la selva donde encuentra el alimento, el combustible. Y el agua marinando sus cuerpos.
Indiferente al aleteo de las aves, el cojito ahora escucha el concierto de lluvia golpeando las hojas de los árboles en su cama. Es la última lluvia de junio, y dicen que el temporal a penas comienza.
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