Fue larga la jornada. El paso del tiempo siempre parece mas lento cuando se trabaja bajo el agobiante calor tropical, que en la primavera extiende su intensidad hasta el ocaso, cuando las aves vuelven a sus nidos construidos en aquella lujosa zona residencial donde el trabajaba.
Era domingo, y a pesar de haberse bañado en el pequeño cuarto de servicio donde amontonaba papeles amarillentados por el tiempo, recuerdos, un catre chillón y su poca ropa debidamente doblada en cajas de cartón, sudaba copiosamente. Por su robusta espalda escurrían presurosas y traviesas gotas de sudor directo hacia las nalgas, esquivando cicatrices, vellosidades y los pocos pliegues de una camisa azul recién planchada.
Antes de abandonar la residencia, dio una última visita al jardín, notablemente emocionado su viejo corazón daba un vuelco, en el estómago tenía la sensación de tener las tripas replegadas al abdomen y con infantil sorpresa sus pasos lo guiaron al área de trabajo donde se había esmerado toda la semana. A fuerza de tantos días de minuciosa observación de la naturaleza, su mente se anticipó a las flores que habían comenzado a vivir evocadas en sus pensamientos. Y ahí estaba el rosal, ofreciendo su color rojo carmesí a borbotones, sangrando de pigmento exageradamente, mostrando vigorosas flores ante la paternal mirada del jardinero. Y sin embargo habría que hacer un sacrificio en nombre de algo más poderoso que el prodigio de la madre naturaleza, sin titubeo se le acercó con filosas tijeras y les cortó del talle, de súbito cercenaba la belleza sin concesiones. El sonreía con ilusión, el rostro le brillaba de satisfacción.
Caminaba con aplomo, seguro de sí mismo. En su mente una femenina imagen emergía nítidamente y se posaba en sus ojos, ella le sonreía con pies ligeros, le hacía un guiño, jugueteaba con el, se escondidas detrás de las cosas mas simples, y entonces se angustiaba al perderle de vista, sufría irremediablemente hasta que nuevamente la divisaba más adelante. En su arrugada frente un salado rocío coronaba sus cejas blanquinegras. Con premura alzó su brazo hasta emparejar la muñeca en ángulo recto a sus ojos. De soslayo vio sus manos gruesas, maltratadas, viejas, y no entendía cómo es que su cuerpo disentía con la jovialidad de sus adentros.
Se acercó a un barrio donde los viejos como él sacaban a las breves aceras, sus mesas y sillas para jugar bingo. Algunos fumaban copiosamente, otros se concentraban en su partida de dominó, se oían los chistes picosos, la rabieta de la abuela que ha tenido una mala racha de suerte, los niños echándose la cascarita con una pelota ponchada. El calor crecía y no podía distinguir si era el de la ciudad o el de sus adentros.
Sobre una descuidada calle, de paredes desteñidas y carteles promocionales antiguos, llamaba su atención una entrada, donde se clavó su mirada y se deshizo su aplomo. Se detuvo en un suspiro, los nervios le secaron la garganta, comenzó a masticar una segunda menta, la primera se le cayó de la mano trémula, como si fuera un esquivo pez al que inútilmente se le apresa. Las rosas lucían radiantes.
La encontró en medio de una sonora carcajada, sentada en las piernas de un desconocido, sus impúdicas manos la recorrían lujuriosas, ebria de excitación, el delirio se le aparecía en los ojos vueltos hacia arriba, era ella todo vértigo, la ensordecedora música se le metía por los pies descalzos y la hacía caer de rodillas, alborotando sus cabellos lacios, moviéndolos con prudencia para enardecer a los mirones, sus manos jugando con sus maduros pechos y bajando hasta rozarle el sexo.
Vuelta en sí a medias, lo miró con su semblante aturdido parado en la puerta. Ofendida por aquellos ojos incrédulos y tiernos, una rabia poderosa la levantó del suelo para alcanzarlo como una bala, lo abofeteó con sus dedos de nicotina y le razgó la camisa, airada lanzó las rosas por los aires, negándole el precio de sus besos y el vino de su sangre. El la veía papaloteando como el aire, en torno suyo un huracán removía sus cimientos y el se aferraba como un árbol a sus raíces, pensaba solo en sobrevivir al desastre, apretaba sus puños, la mandíbula se le trababa para vetar las palabras.
Indiferente ella volvió a las tibias piernas que la esperaban. Ciñéndose el diminuto vestido a sus maduros atributos sonreía como si nada, una vez más canturreaba, las mismas carcajadas, el beso en el cuello, las manos solícitas sobre ella.
Con serenidad levantó sus rosas. Salió sin mirar atrás y una ráfaga de viento le revolvía el desaliñado cabello. Como pudo se recuperó las heridas. El cielo comenzó a encapotarse y en seguida soltó su llanto sobre la gente. Los transeúntes corrieron unánimes, se aferraron a los tejados y a las tiendas replegados en las aceras. En una esquina, el viejo jardinero la esperaba como un adolescente, y miraba cómo sus rosas empezaban a marchitarse como su arrugado corazón.
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