martes, septiembre 02, 2008

Lluvia, jardínes, huapango y café: Festival de las huastecas, el encuentro con sus raíces.





El taxi nunca llegó. Tomé la maltrecha maleta y caminé a través de la oscura carretera. El silencio impregnó a la madrugada permitiéndome escuchar mis pasos.Los pocos automoviles a esa hora transitaban somnolientos. Al entrar a la ciudad vislumbré a la distancia a un hombre viejo aferrado a su morral. Pronto nos encontramos frente a frente: -¡buens días! me dijo sin detener su paso y se alejó cabizbajo. Mas adelante un hombre jóven acarreaba a un pequeño que se esmeraba por emparejar sus pasos. No me dijeron nada. Una mujer vendía zacahuil en la esquina de la terminal de autobuses de Huejutla y la vela con la que se alumbra se escurría caprichosa hasta el suelo.




El viaje a Xilitla fue cansado. La sierra potosina, húmeda y exhuberante, recibió la visita de los tlaloques, bipolares, intempestivos, a menudo dejaban caer sus cántaros en los tiernos cafetales, y la vida abundaba colándose por los ojos.




Javier, con su acostumbrada barba crecida y desaliñada, me esperaba estóico en la terminal de autobuses. Había esperado por horas mi llegada y en un salto se puso de pie para fundirse conmigo en un abrazo ,ante el escrutinio de las miradas congregadas, prestas a abordar los autobuses y huir quien sabe de que fantasmas, quien sabe de que peligros.




Desayunamos en el mercado municipal. El humeante café con pan nunca fué bebido. Casimiro y su compadre saludaron de muy buen humor y se sentaron en la mesa contigua. En sus rostros se marcaron los excesos de la noche, habían sobrevivido a la noche, maltrechos recibieron las primeras luces del alba, guardado había quedado el violín, se apaciguaron los demonios musicales.



Nos ofrecieron una cerveza como desayuno. La conversación nos llevó al paisaje serrano de San Bartolo Tutotepec, donde lo aguardan sus hijas mellizas, y una mujer que lo toca como al arco del atesorado violin, pero sobre todo, nos llevó en palabras al terruño donde lo aguardan todos sus muertos. La fiesta parecía cobrar vida a tales horas de la mañana, pero prevaleció la prudencia y nos excusamos con sonriente cortesía: recompensó entonces la amena charla con su disco autografiado y nosotros perdimos el honor en una insospechada falsa promesa.


La presentación de libros fue exquisita. El fetival de las Huastecas, a pesar de ser un esfuerzo por ejercer la huastequidad, no se ha librado del elitismo. Extrañé al pueblo en ese mar de intelectuales. El saber se ha quedado solo entre unos cuantos, aun hace falta algo para que llegue a las masas, a los protagonistas de esas historias que se redactan, que se cuentan, que se comparten en adornadas mesas. Gonzalo presentó su trabajo de investigación etnomusical y a mi me quedaron ganas de platicarle cómo usámos sus músicas del maíz en un taller de corporalidad e identidad cultural impartido a mis colegas psicólogos huastecos.




La cosmovisión bordada en los textiles huaxtecos nos maravillaba. Los árboles de la vida se extendían y ramificaban como la selva húmeda de la que estábamos rodeados. Los cafetales enrojecían a lo lejos, en las cañanas y en los declives de la sierra. Un potente olor a café ascendía todo el tiempo como ofrenda para apaciguar a los tlaloques, pero al parecer la cafeína los puso hiperquinéticos: llovía sin tregua.




El cansancio ya no nos dejó asistir a todas las actividades del festival. Dormimos en el único cuarto de hotel improvisado por el que tuvimos que desenbolsar una fuerte suma: la ley de la oferta y la demanda. Abrazados, mi imaginación se escapaba arrullada por la llovizna golpeando la hierba hasta el jardín surrealista de Edward James y me sentía reptil, bambú, raíz y agua.



A diferencia de otros festivales huastecos a los que he asistido, nunca había visto a tanta gente bailar en los fandangos con el frenesí y gusto que observé en Xilitla. El día de la clausura se anticipó la hora de la huapangueada: se comenzó a tocar desde las 3 de la tarde y a la media noche la tarima principal del escenario rebosaba de parejas zapatenado con gusto al unísono.



Se extinguieron los sonidos del baile y en la madrugada, una vez más Javier y yo nos separamos, con la renovada promesa de encontrarnos en la grán metrópoli, aquella que en unas horas después quedaría parcialmente paralizada por las incontables marchas de activistas sociales. Javier se marchó por el sur, y yo me fuí por el norte con un puño levantado al aire.








3 comentarios:

Remo dijo...

Ah, las escaleras que van a ningún lado...

Saludos sin destino fijo.

El Zórpilo.

Anónimo dijo...

ahhhh! xilitla de mis amores, qué bonita crónica y que bonitas fotos.


un saludo verde, compañero!

Social Drinking y Su Sonido Chikinasty dijo...

Hermosa fiesta, hermoso viaje, usted siempre en medio de cosas chidas, y uno que se la pasa entre funerales abuelescos y penas musicales, oiga paseme de nuevo su direccion me regresaron su disco.

abrazos