Un vecino de Chiapa, dedicado a la construcción en el Distrito Federal como ayudante de albañil, fue a buscar a sus tres compañeros, uno de ellos su hermano, al cuarto donde vivían, preocupado porque no se habían presentado a trabajar. Llegó a una vecindad, en la colonia El Olivo, cercana a su lugar de trabajo, donde sus compañeros rentaban un cuartito donde vivían hacinados, al igual que otros campesinos que trabajaban también como ayudantes de albañil. El cuarto estaba desordenado, con cosas tiradas y rotas, pero sin señales de robo, ya que estaba allí la “tele”, incluso la cartera de uno de ellos con dinero. Extrañado del caso, informó a sus familiares de Chiapa y ellos los reportaron en el municipio de Xochiatipan como desaparecidos.
Uno de ellos, Herón Gutiérrez Hernández, de 33 años, era el hijo del catequista Toño; el más grande de ellos, de 43 años, Marcos Hernández Antonio, junto con su hijo Marcos Hernández Hernández, apenas de 23, eran a su vez cuñado y sobrino de Toño.
Los del municipio de Xochiatipan, enterados de que habían encontrado 25 cadáveres fruto de una multiejecución en un paraje de La Marquesa , municipio de Ocoyoacac, en el Estado de México, llevaron a familiares para verificar si alguno de los cadáveres de la Marquesa correspondía a los vecinos de Chiapa. Efectivamente: eran ellos. Retuvieron las autoridades de la Procuraduría unos días los cuerpos, mientras se realizaban las autopsias y diligencias, y fue hasta el viernes 20 de septiembre que pudo la comunidad enterrar a sus muertos, entre el dolor y la consternación de los vecinos y la profunda tristeza y orfandad de las esposas e hijos, doce en total y uno en espera… Los cuerpos presentaban señales de tortura y el clásico “tiro de gracia”.
Días después pude visitarlos en la comunidad. No encontré a los hombres, quienes habían salido todos a una junta por cuestiones de tierra, pero pude acompañar a las familias, constatar su profundo dolor y la incertidumbre frente a su futuro de esposas, hermanas, madres y abuela de los muertos. ¿Cómo consolar tanto sufrimiento? Frente a los altares de las casas, llenos de veladoras, flores y lágrimas, mi oración desconcertada y lastimosa, se sumó a la de ellas, resignada y confiada.
Escribo esto con indignación y con la determinación de que hace falta sumarnos efectivamente a un ¡Ya basta!
Esos indígenas, que fueron a trabajar al DF, como tantos otros, buscando mejores ingresos para su familia, completar sus ahorros y terminar la construcción de sus viviendas, tener dinero para pagar los “peones” de la milpa que da de comer a sus hijos, pareciera que estuvieron en el “lugar equivocado” y en el “momento equivocado”. Allí donde, según las líneas de investigación del caso, se dio una venganza de narcos, fruto de la suposición de que algunos otros habitantes de la vecindad habrían “soplado” a las autoridades la construcción de un narco-túnel en Mexicali, en la que habían participado con engaños y obligados, el cual fue descubierto y reportado en las noticias días antes de la masacre.
Pero ¿cuáles son ya en México los “lugares y momentos equivocados”? Pareciera que todos los momentos y lugares pueden guardar un peligro. Recuerdo hace años, en el DF, que nos preocupaba sobremanera ir al “centro” porque corríamos el riesgo de que nos robaran la cartera; lo mismo en el metro y camiones que en la pesera. Ni qué decir a la salida de los cajeros automáticos, o el temor al agarrar un taxi. Pero no pasaba de un robo. Poco a poco fuimos leyendo en las noticias del aumento de los secuestros express, del aumento en general de los secuestros, y poco a poco nos fuimos acostumbrando a leerlo en los diarios. Hasta que secuestraron a un amigo, una amiga, un familiar. Supimos, también por la televisión y los periódicos de la “mataviejitas” y nos dolimos de que alguien fuera capaz de matar con tanta crueldad a mujeres indefensas, pero no conocíamos quizás a las ancianas y pronto olvidamos el asunto. Hasta que nos tocó de cerca con la muerte de la maestra Magda, del colegio La Florida y todo el colegio se consternó por el hecho.
Y el narco se fue apoderando de nuestra nación y las ejecuciones fueron parte de las noticias cotidianas, hasta que nos acostumbramos a que todos los días había matanzas producidas por narcos y ya ni siquiera podíamos llevar cuenta del número de cadáveres. “Se pelean entre ellos”, dijimos. Es en Tijuana, Tamaulipas, muy lejos de nosotros. Y un buen día aparecen decapitados en la ciudad de Mérida, donde tenemos un colegio teresiano, y nosotras, junto con toda la ciudad, nos llenamos de terror.
Hoy nos toca a las teresianas de la Huasteca constatar que el narco también ha llegado, con sus tentáculos de violencia y terror, hasta las vidas indefensas de hermanos indígenas que conocemos y queremos.
Y comenzamos a atribuir culpas de la situación: al gobierno corrupto e ineficaz en la lucha contra el narcotráfico y las mafias organizadas; a las policías que les dan cobijo –quizás no sólo por la corrupción, sino por el temor a represalias contra sus familias_; a los empresarios que se prestan a lavar su dinero, a las ansias de poder y riquezas… Y ¿dónde quedamos nosotros, la sociedad civil? ¿Qué acaso una buena parte de la sociedad no coopera, como una “base social” para que opere el narcotráfico: quienes se benefician de sus recursos, quienes callan sabiendo quiénes son, quienes se hacen de “la vista gorda” y los reciben en sus círculos sociales, acuden a sus bodas y bautizos, o los aceptan en sus colegios? Este problema es de todos/as y no se resolverá hasta que como sociedad no pongamos un alto, no exijamos a nuestros gobiernos, no luchemos contra la corrupción cotidiana en la que también estamos implicados/as. Quizás participamos en marchas que dan la vuelta al mundo y después NO PASA NADA. Tenemos que hacer que algo pase, desde cada uno de los espacios donde estamos viviendo. Construir creativamente desde abajo y sumar esfuerzos para enfrentar esta problemática que ha llegado ya a límites de terrorismo, como se comprueba con los granadazos de Morelia.
Otra acción, concreta, eficaz para las familias de los afectados en este momento, es apoyarlos económicamente ya que, al perder al jefe de familia, se quedan sin el ingreso diario para lo más elemental, que es el alimento de los hijos.
Por lo pronto, yo ya no puedo ser insensible a las noticias, porque cada una de ellas, por lejanas que sean en el espacio, me reviven el dolor de los indígenas de Chiapa, renace en mí la indignación y la necesidad de no sólo gritar ¡Ya basta!, sino de actuar comprometidamente, desde donde estoy, por este México, que tanto quiero y que veo sangrar tan cercanamente.