Antes de entrar en materia, me parece importante establecer la distinción entre religiosidad, religión e iglesia. Cuando hablamos de religiosidad nos estamos refiriendo a un afecto subjetivo, un estado emocional peculiar no necesariamente universal pero sí muy común, que emerge en el hombre en momentos de indefensión, de peligro o durante el arrebato mísitico y otros elementos de sensación de pertenencia con el todo. Las religiones, por otra parte, constituyen sistemas de pensamiento que pretenden, junto con los delirios, los sistemas filosóficos y los científicos, dar cuenta del mundo y tratan de responder a las preguntas fundamentales que el hombre se formula en torno de su existencia y del universo en el que nace y vive. Los sistemas de pensamiento religioso se diferencian de los sistemas científicos por la circunstancia de que las religiones apelan al concepto de fe y de dogma para hacer sus afirmaciones, mientras que los sistemas de pensamiento científico suelen basarse en lo que llamamos "los hechos", que pueden ser refutados o ratificados, dando pie a constructos teóricos provisionales e hipótesis operativas de trabajo. En otras palabras, existe una clara diferencia entre los sistemas regidos por la doza (creencia, opinión) y los que se basan en la episteme (conocimientos). la fe, los dogmas, la religión, el fanatismo y los delirios están basados en la creencia (doxa), mientras que los sistemas de pensamiento filosóficos y científicos tienden a sustentarse en el conocimiento (episteme). Finalmente, las iglesias están referidas a la institucionalización formal de los sistemas religiosos de pensamiento, por lo que poseen una estructura jerárquicamente organizada, una fuerte burocracia y un ejercicio del poder que circula por canales perfectamente establecidos y sancionados por el uso de normas sustentadas en una sólida tradición.
Las iglesias, al menos dentro de las religiones occidentales que derivan de la gran tradición judeocristiana, tienden a organizarse alrededor de estos sistemas de pensamiento religioso que dan cuenta o intentan explicar el mundo y la presencia del hombre sobre la tierra. Sin embargo, en su forma de funcionamiento con mucha frecuencia sucede que se pervierte el sistema de pensamiento original y su finalidad, en función de vicisitudes particulares que tienen que ver, las más de las veces, con la dinámica del poder. El poder eclesiástico, como en cualquier otro tipo de institución formalizada, tiene la irrefrenable tendencia a ser usado con desmesura, injusticia, ventaja y abuso. En esto, el poder de las iglesias no se diferencia del poder de cualquier otro grupo, sea político, económico, científico, artístico o de otra índole; en otras palabras, tiene una dinámica en la que con cierta facilidad se promueven problemas de corrupción y abuso.
En el caso de las igleias occidentales organizadas de esta manera, suele sueceder que, más allá de los problemas de poder interno que se suscitan dentro de la burocracia eclesiástica y entre los intersticios de la organización jerárquica que determina las áreas de influencia, los territorios y vasallajes, las interdependencias, etc., existe otro tipo de poder, sutil y subterráneo, que es el que se ejerce con la feligresía-y del cual no suele hablarse abiertamente.
Una de las preguntas fundamentales en la organización de las religiones y de las iglesias es: ¿cómo se mantiene a la feligresía fiel a los dictados de las diversas iglesias, a pesar de que las normas éticas de las religiones occidentales con frecuencia van en contra de aquello que conocemos como las fuerzas básicas de la naturaleza humana?; ¿cómo es que los fieles permanecen sometidos a los dictados de los ministros que manejan dichas iglesias?; ¿qué es lo que los conmina a someterse ciegamente a pesar de que dicha subordinación hipoteca su capacidad de pensamiento y de juicio crítico, y depositan el ejercicio de dichas funciones en manos de los pastores que se ocupan de la conducción del rebaño de fieles? Como veremos más adelante, no debe sorprendernos la exactitud de la metáfora empleada -un pastor y un rebaño- si penetramos en la dinámica grupal que se establece entre la clase sacerdotal y la masa de seguidores.
Como Freud dejó establecido en Psicología de las masas y análisis del Yo (1921), los grupos organizados, como la Iglesia y el Ejército, derivan su poder de cohesión de varios mecanismos psicológicos bien estudiados. Por una parte, la masa hace una depositación masiva del Ideal del Yo en el líder, formal o simbólico, de este tipo de grupos; por la otra, el mecanismo de identificación de los feligreces entre sí promueve que todos se sientan igualmente favorecidos por la cabeza del ejército o amados por el dios que los aglutina. Ya sea que todos los fieles lleguen a sentirse los hijos privilegiados- el pueblo elegido, los señalados para acceder a la gloria, escogidos para estar con el dios en algún tipo de cielo o paraíso celestial- lo importante es la sensación de hermandad que yugula las rivalidades que habitualmente se dan en las interacciones humanas grupales.
La fuerza vincular que agrupa a las masas y mantiene su cohesión alrededor de un líder carismático es la pulsión libidinal, y Freud sostenía que su forma de acción sobre las masas era muy semejante a la fuerza que observamos en los casos de enamoramiento o en la situación hipnótica. Como sabemos, es la misma fuerza que hace posible, dentro del tratamiento psicoanalítico, que se de el fenómeno conocido como transferencia: resistencia mayor a la cura y principal palanca para lograr la movilización de la libido estancada en las figuras parentales o en situación pretéritas. Llamamos transferencia a la tendencia universal, pero magnificada durante un psicoanálisis, a colocar en el otro- en este caso el analista- una serie de supuestos gratuitos, depositaciones que parten del mundo interno del analizado y que pueden ser partes de su Yo, objetos de su constelación interna (objetos que pueden ser parciales o totales), del Ideal del Yo (como ocurre con los grupos), pulsiones, partes del Self, prohibiciones del SuperYó, la autoestima, funciones yóicas, defensas de todo tipo, odios y cariños. Gracias al amor de transferencia el paciente es capaz de hacer frente a eventos intrapsíquicos dolorosos que, sin ella, no estaría dispuesto a afrontar.
Como sabemos, es la dinámica transferencial la que posibilita que el analizado reciba la palabra del analista revestida con un poder que deriva aún de los viejos ensalmos usados por los magos y sacerdotes de todos los tiempos. De hecho, la clase sacerdotal de todas las religiones ha usado- consciente, preconsciente y, a veces, de manea totalmente inconsciente- esa poderosa influencia que proviene de lo que los fieles depositan en sus palabras y del enorme poder que deriva del hecho de que las masas ponen su propio ideal del Yo en el representante de la divinidad- junto con todas las idealizaciones con las que la humanidad, desde siempre, ha revestido a sus dioses.
La diferencia fundamental entre el poder transferencial que manejan los sacerdotes y ministros de todas las religiones occidentales, y la forma como el psicoanalista interpreta dicha transferencia durante el curso de una sesión psicoanalítica, está en el hecho de que mientras los primeros utilizan este tipo de depositaciones desde una postura en la que asumen el poder en ellos colocado, el psicoanalista, mediante la interpretación sistemática de la transferencia, siempre se está descolocando, por decirlo así, de lo que el paciente deposita en él. De esta forma, puede devolverle al paciente lo que pertenece a su mundo interno, incluso ese poder con el que momentáneamente ha revestido a su analista, y le hace cobrar conciencia de que él no es el sujeto que quiere ver, sino que su visión está deformada por el deseo. La tarea terapéutica es mostrarle al paciente que es él quien ha supuesto ese enorme poder con el cual ha revestido a su analista, y que lo colocado en el terapeuta son partes de él mismo, el analizado, quien tiene ahora que asumirlas como propias e integrarlas como parte de su psiquismo y su personalidad, ya que son parte de su historia y de la forma como se fue estructurando su aparato mental desde los tiempos más remotos.
Ahora bien, ¿cómo es que la clase sacerdotal de las religiones occidentales actuales tienden a asumir el poder depositado en ellos? Sabemos que si alguien en la posición de depositario de esas fuerzas que la masa le atribuye, hace uso de ellas como si le fueren consubstanciales y se apropia de ellas, puede ejercer un poder que durará todo el tiempo que logre mantener la ilusión que subyace en ese tipo de manifestación transferencial. Por lo tanto, la diversidad de respuestas derivarán de las posibilidades que el usufructo de dicho poder conlleva, dado quen estamos hablando de un poder que permite manipular y orientar el pensamiento de los fieles en una dirección "conveniente" para la iglesia; posibilita el sometimiento de quienes dudan o muestran signos de pensamiento crítico, ya que la manipulación de este tipo de transferencia favorece la eclosión de un pensamiento regresivo y mágico, que anula toda posibilidad de crítica o refutación; incluso sirve para enfatizar a los fieles haciéndoles creer que ese poder que han depositado en sus líderes religiosos deriva directamente de los dioses. De esta forma, se cierra el círculo psicodinámico pues la clase sacerdotal, de manera automática, se transforma en una elite, ya que es ella quien mantiene un contacto privilegiado con la deidad. Este tipo de manipulación de las masas deriva, a todas luces, de un uso perverso de la transferencia, es decir, de una deformación en el empleo de un instrumento sumamente poderoso y delicado. Se trata de un abuso de poder de corte claramente psicopático.
Una forma particularmente perniciosa que puede adoptar este tipo de mal uso del poder transferencial tiene que ver con circunstancias especiales, como cuando un ministro de cualquier culto asume que está hablando en el nombre de Dios y con una autoridad que deriva de su particular cercanía con la deidad- de quien es su representante terrenal. Es muy frecuente escuchar en los servicios religiosos y en las declaraciones públicas de los sacerdotes, rabinos, pastores y todo tipo de ministros al servicio de un culto, que éstos hablan, con frecuencia, en el nombre de Dios. Frases como: "Dios está enojado porque...", "Dios quiere que...", "La virgen está triste debido a...", "Esto pondrá contento a Dios...", etc. etc.. se esucha en boca de los representantes de casi todas las religiones del mundo. Dado que nadie puede certificar lo que los dioses quieren, les molesta, desean, les entristece o les contenta, es obvio que se trata de declaraciones en las que el representante en cuestión hace una auténtica apropiación del pensamiento del dios sobre sí mismo, cuando es claro que él es el primero que sabe que la deidad no le ha dicho cosa alguna y que, por tanto, está mintiéndole a sus fieles. Sin embargo, lo que ahora nos interesa estudiar es el motivo por el que las feligresías en general y los fieles en particular son proclives a creer en este tipo de declaraciones, pese a tratarse de una forma retórica de decir las cosas, en el mejor de los casos, o de un abuso de poder y la confianza conferidos a un ministro de culto.
Desde el punto de vista estrictamente observacional, es claro, que el sacerdote o ministro fomenta en su feligrecía la ilusión- sabiamente alimentada desde los preceptos y reglamentaciones de las diversas iglesias- de que él tiene un contacto privado, una relación de privilegio con el dios. Este tipo de comunicación hace del representante religioso un ser excepcional. Gracias a este tipo privilegiado de comunicación con la divinidad, el aura de poder que le circunda es semejante a la de Moisés cuando bajó del monte Sinaí con las tabla de la ley de Jahvéh o Decálogo, iluminado y con las huellas en su rostro de una suerte de rapto o arrebol poco comprensible, pero que lo hermanan con los místicos de todos los tiempos y con los locos de todas las latitudes, signo que se interpretó en su momento, como resultado de haber permanecido en la cercanía de Dios y haber tenido el privilegio de su visión directa- lo que lo transforma en un hombre sagrado ante los ojos del pueblo. Una consecuencia de este tipo de dinámica, es que el pueblo queda excluido de esta relación directa con la divinidad, de este contacto privilegiado; por lo tanto, a partir de este momento, el sujeto en cuestión queda investido con la etiqueta de vocero de Dios, y su cercanía con la deidad le comunica -por medio de esa magia simpatética que se transmite por el mero contacto-algo que tiene atributos divinos y sobrenaturales, por lo que el sujeto queda revestido con poderes especiales y mágicos.
Por otra parte, el contacto con el dios y la exclusividad de dicha comunicación, provocan una suerte de elitismo teológico ya que los elegidos asumen parte de las características y del poder con el que se suele revestir a las deidades. Estas caracterísitcas son las que promueven y favorecen que las masas depositen esa instancia intrapsíquica que conocemos como Ideal del Yo sobre quienes se ha erigido en representante y vocero de Dios sobre la tierra, como un intermediario entre el dios y el pueblo.
Por otra parte, el contacto con los dioses, su visión directa, la comunicación con ellos, etc. no son cosas que se puedan realizar impunemente, ya que es común que su realización conlleve cierto riesgo para quien se atreve a una cercanía con poderes sobrenaturales de los que aún sabemos muy poco. La clase sacerdotal es la que asume ese tipo de "riesgo" que deriva del contacto íntimo con las deidades- que la mente popular no desea asumir sobre sus hombros- y, como resulta lógico, tiene que recibir algún tipo de beneficio a cambio o ciertos privilegios por este tipo de servicio prestado a las masas. El intermediario suele recibir toda la consideración, respeto y gratitud de la masa de creyentes pues es él quien está dispuesto a asumir el peligro (incluso peligro de su propia vida) que suele asumir quien se pone en contacto con los dioses.
Lo que deseamos destacar en esta ocasión es que la palabra que profiere el sacerdote o ministro de una religión dada, resulta semejante o idéntica a la del mismo Dios, ya que el ministro es intérprete de la deidad-algo así como su aparato de resonancia para que el mensaje ultraterreno sea transmitido, conocido y difundido entre la grey, entre los fieles. Como podemos advertir, no es cualquier poder el que recae sobre los sacerdotes desde este tipo de depositación: es nada menos que un poder que deriva del contacto con la divinidad, es decir, de un ente omnipotente (de ahí que el contacto directo con el dios sea tan temible y que su palabra quede revestida de tanto poder; de hecho, palabra y acto de Dios son cosas idénticas para ciertas ideas religiosas) y omnisciente ( de ahí que esas palabras no sean refutables ni discutibles, solo pueden ser aceptadas y obedecidas); por lo tanto, la palabra de Dios- a través de sus representantes- es dogma y está anclada firmemente en la fe. No es difícil darse cuenta de la lógica que sustenta la pretensión de algunas iglesias de que el representante terrenal está asistido directamente por Dios cuando habla; al menos en el caso del Papa en la religión católica, hay una ocasión en la que se formaliza su infalibilidad, ya que-se dice- en ciertas circunstancias está asistido por el Espíritu Santo, por lo tanto, todo lo que diga cuando habla ex catedra es una verdad absoluta pues proviene directamente de Dios.
Para que la palabra del sacerdote pueda cargarse con el poder de Dios, tiene que estar inmersa en una atmósfera de secreto: no cualquiera sabe cómo se puede llevar a cabo esa comunicacón privilegiada con la divinidad; esta es una prerrogativa muy especial que está reservada sólo para iniciados, es decir, para los miembros de la casta sacerdotal -con lo cual se establece una suerte de monopolio del saber teológico. Al mismo tiempo, para que esta palabra tenga su efecto adecuado tiene que intuirse en ella la cualidad de lo episódico; en primer lugar, porque nadie podría resistir una comunicación permanente y contiunuada con Dios, y en segundo término, porque una comunicación permanente con la deidad haría de ésta un evento cotidiano y común, poco sagrado y carente de misterio, por el contrario, la palabra de Dios-impartida por sus representantes-tiene la característica de ser un evento extraordinario y de esta forma conserva su carácter mágico y excepcional.
La palabra del sacerdote tiene una eficacia huérfana de cualquier necesidad de ratificación o de argumentación lógica, no obedece a ningún tipo de razonamiento científico o al juicio de un interlocutor, desde esta perspectiva es epistemológicamente irrebatible: de ahí su aspecto potencialmente maligno, ya que resulta irrefutable.
Cuando un sacerdote habla en el nombre de la deidad y dice que "Dios está enojado", o "complacido", o que "Dios desea" algo, no hay nada que nos pueda ayudar para comprobar o rectificar lo dicho por su representante: lo dicho por Dios pertenece, por definición, al ámbito de la comunicación privada y exclusiva enrtre el sacedote y Dios: todos los demás están excluidos de este tipo de intercambio misterioso e inefable. En estricto sentido, cualquier persona con mentalidad positivista o espíritu experimental podría darse cuenta de que no cumplir con algún tipo de ordenanza recibida por "la palabra de Dios", no produce las calamidades esperables desde la furia vindicativa con la que la deidad -se dice- amenazó en caso de incumplimiento del hombre. Sin embargo, justamente por el carácter tan débil de las amenazas con las que Dios trata de doblegar la voluntad del hombre, las iglesias de todos los tiempos se han encargado de fabricar "las pruebas" del poder divino y han intentado establecer nexos causales entre la ira de Dios y todo tipo de catástrofes naturales, eclipses, pandemias y pestes, terremotos y fenómenos atmosféricos, o han conectado las calmas ulteriores o dichas hecatombes, como signos de su apaciguamiento, contento o beneplácito. Parecería que la casta sacerdotal no ha podido advertir que con estas pruebas hacen de Dios un sujeto sospechosamente cruel y filicida, que posee características tan humanas como ese afán genocida con el que castiga a sus hijos - sólo hay que recordar algunos casos ejemplares de aplicación de algo parecido a la solución final hitleriana como cuando trató de exterminar al hombre con el Diluvio Universal, con la destrucción de Sodoma y Gomorra, etc. Pese a todo, y como cualquiera puede comprobar, en todos estos casos se trata de juicios a posteriori, de una conexión causal establecida ad doc entre un fenómeno natural y la ira de Dios. De hecho, ninguna palabra de Dios dicha por sus representantes ha podido tener ese valor predictivo que se le suele atribuir. La Biblia está plagada de ejemplos que "prueban" la acción de Dios como consecuencia del castigo impuesto a los hombres por su desobediencia y su conducta pecaminosa, o como manifestaciones de su infinita misericordia y bondad.
Por otra parte, es sorprendente que el enfoque religioso de la psicoterapia adolezca de todas aquellas limitaciones de la psiquiatría pre-freudiana. Como dice uno de los exponentes más típicos de esta forma de terapia religiosa, la tarea psicoterapéutica se concibe "como un encuentro inter-humano. Esto trasciende los conceptos de transferencia y contratransferencia. El encuentro existencial supone un encuentro real de personas reales en un mutuo empeño por entender el uno al otro a través de una comunicación recíproca" (Hora, 1962, p. 107). Como vemos con claridad, este énfasis en el encuentro inter-humano desde la realidad, obedece a una concepción psicológica decimonónica -pre-freudiana- en la que lejos de trascender (como dice Hora) la importancia del binomio fundamental de todo tratamiento psicoterapéutico: la transferencia/contratransferencia, lo que sucede es un grave desconocimiento de los fenómenos que propician la depositación transferencial de elementos del mundo interno del paciente sobre su terapeuta, incluyendo aquellos elementos que colocan al analista, a los ojos del paciente, en el sitio del sujeto supuesto saber -para decirlo en los descriptivos términos empleados por Lacan. Si no se toman en cuenta estos elementos transferenciables y su resonancia en la contraransferencia del terapeuta, está expuesto a actuar ese papel desde una contraidentificación proyectiva; esto sin tomar en cuenta que al querdarse el proceso terapéutico circunscrito al puro terreno inter-humano -sin atender el mundo intersubjetivo en el cual se juegan los dinamismos del inconscienrte- el encuentro terapéutico se reduce a un intento voluntarista desde una situación en la que se concibe un aparato psíquico que queda reducido al mundo de la conciencia-pensamiento superado desde hace ya más de cien años.
Esto nos permite concluir que el enfoque religioso de la psicoterapia aún está en ayunas de advertir la importancia de las fuerzas inconscientes que se juegan en la dinámica de la transferencia/contratransferencia, ya que no las tienen en cuenta en los abordajes psicoterapéuticos con este tipo de orientación, al mismo tiempo, y como complemento dialéctico de lo anterior, al no tener en cuenta - por desconocimiento o denegación- la importancia de este tipo de determinantes dinámicos en la conducción de la feligresía, tienden a hacer un uso psicopático de esta fuerza para manipular y conducir a las masas. En ambos casos, la ignorancia, la denegación o la represión de estas fuerzas se paga muy caro. Los pacientes no son ayudados con toda la amplitud y profundidad con la que se requiere para aliviarles su sufrimiento psíquico, y las masas de fieles son manipuladas con poco respeto, en el mejor de los casos, o con intenciones de sometimiento e infantilización al servicio de una casta que detenta un poder basado en supuestos ultraterrenos, pero en todo caso poco dignas de quienes pretenden establecer códigos morales para la conducta del hombre frente a sus semejantes o asumir el derecho de postular declaraciones normativas para la conducción de toda la sociedad.
Juan Vives Rocabet. 26 de septiembre de 1996.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario