Las indias esperan apacibles que el desvencijado microbús las lleve de regreso a sus rancherías, esperan en la puerta cerrada de la iglesia bebiendo café. Los agresivos colores de sus vestimentas, contrastan con la blancura inmaculada del templo. Cuando ríen ocultan bajo el rebozo sus amarillas dentaduras, tímidas, desconfiadas, ajenas a los ojos curiosos que las miran. Sus críos se descuelgan de entre sus brazos, dispersándose por el atrio en una persecución que se torna tediosa, dejándose caer sobre sus espaldas mientras sus inflados vientres delatan la malnutrición acostumbrada.
En los portales han acomodado sobre el piso decenas de hierbas, frutos silvestres y especias. La mirada de las vendedoras se repiten una tras otra, esperando a las marchantes; con sus dedos maltratados acarician las frutas, acomodan y vuelven a acomodar la mercancía, en un paciente afán de hacer lucir vistosas sus mercancías. Una de ellas mide con su mirada perdida la profundidad del tiempo, mientras que a lo lejos el bosque se cubre del blanco velo vespertino, ganando terreno la densa niebla. Una parvada de tordos vuelve a sus nidos dispersando el viento con sus aleteos cansados.
El campo hace mucho que dejó de ser un negocio lucrativo. Los hombres cambiaron el azadón y el huíngaro por las palas y el cemento. Se les ve caminar en pequeños grupos, la cal en sus cabezas los hace lucir mas viejos a la distancia, arrastran sus morrales cansados, alguno saca de sus prendas rotas una arrugada cajetilla de cigarros alas, un pequeño lujo que se acompaña con una bocanada de aguardiente.
Cae la noche y el movimiento matutino paulatinamente deviene en quietud. En la espesura del día solo se escucha el ladrido de los perros y el golpeteo de la lluvia sobre la hierba. Mañana volverán a construir sus sueños.
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