Este fin de semana pasado me decidí a visitar a mi familia materna, tenía varios meses rechazando las sugerencias de mi madre para acercarme a ellos, quienes de pronto se me habían vuelto ajenos. Realmente me daba mucha flojera trasladarme hasta la comunidad en la que viven mis abuelos y con el ajetreo semanal del trabajo, prefería estar en casa pescando algúna buena película o documental en el televisor y salir en las noches a irme de jerga con los amigos que aún conservo.
Por fin abordé el microbus sardinero que me llevaría hasta donde me había propuesto. Todos los pasajeros estaban sospechosamente callados, para mi fue un agradecimiento que enmudecieran, el día estaba nublado y el aire se metía violéntamente por las ventanillas abiertas. El chofer se extasiaba escuchando a los Bukis mientras que yo viajaba a espacios insospechados, amo viajar, aunque sean viajes cortos, siempre camino mirando a mi alrededor, quien sabe, quizá un día de esos descubra un color que nadie más ha visto, o advierta una forma que me ilumine la razón. Afuera el campo vibraba de verdor. La vegetación exhuberante se me metía por los ojos estimulando mi cerebro, viendo aparecer y desaparecer pueblos, parajes y campesinos. Creo que no hay paisajes en otro lugar de este país como los de la huaxteca. Las imágenes de mujeres cargando su tercio de leña sobre la cabeza, acarreando agua en las vasijas de barro producidas en la comunidad. El olor a leña quemada, a flor de azahar, a hierba fresca, todos esto lo evocaba como entre sueños de una infancia perdida en remotos tiempos.
A veces podía oír un huapango a la lejanía y se alegraba mi corazón. En el mismo transporte viajaba una madura señora huaxteca, su piel enegrecida por el sol dejaba ver reflejos claros que se desprendían de sus hombros desnudos. Adoré los motivos geométricos del bordado de su blusa (quizá la representación olvidada de algún cerro sagrado) y el pardo color de esa falda lisa que extrañamente no fué del color fluorescente acostumbrado en algunos pueblos. Cuando hablaba en náhuatl me parecía entender sus pensamientos aún cuando ni siquiera había comenzado a hablar.
Cuando llegué a mi destino visité a la más jóven de mis tías. Sus hijos estaban muy crecidos y me sorprendieron sus risas, sus juegos simples, su energía y su vida apacible. Con los abuelos fué lo mismo de siempre, las conversaciones giraban en torno a los quehaceres domésticos, un nuevo achaque físico, el chisme de la semana en el pueblo, y las preguntas de rigor: "¿cuándo te vas a casar 'pa?, ¿ya ves a fulanito, nadie creía que juera a casarse y ya ves, su mujer ya está esperando un niño?" Todo lo esquivé con bravura taurina, me merecía una diana.
Algo que nunca entenderé es porque mis abuelos se averguenzan de hablar náhuatl con los mestizos. Hubiera preferido que me enseñaran desde pequeño sus floridas palabras, rocío y poesía en la boca del humilde.
Me encontraron mas gordo, mas viejo y quizá mas ausente que antes.
El tiempo en el pueblo transcurre bajo sus propios términos, se alarga o se empequeñece según patrones que son desconocidos a mi razonamiento lógico. Es bueno desconectarse de la vida moderna y aprender a disfrutar el transcurso de los tiempos bajo el propio ritmo, las cosas se miran distinto cuando el vértigo ha pasado.
Conocí a mi sobrina Carmen, bellísima. Sus padres sumamente jovencitos y tan pobres.
Volví a casa comprendiendo un poco más a los que son de mi sangre, a esta cultura huaxteca de la que no puedo desprenderme. Por fin llegué a casa con el corazón hinchado de paz y el espíritu sosegado.
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