"Eres luciérnaga, que alumbra mis negras soledades."
Recuerdo mis días de infancia, gustaba por vacacionar en el pueblo donde vive Mamita Viky y Papá Andrés. En verano el inclemente calor huaxteco sonrojaba nuestra insípidas mejillas citadinas. Caminábamos por la rivera de un río seco flanqueados por milpas y enormes árboles que alegres nos ofrecían la protección de sus sombras.
Subíamos la pendiente del lomerío por la calle principal hecha con piedras perfectamente ensambladas. Las casitas de adobe encaladas nos recibían con sus puertas abiertas, los perros flacos anunciaban con ferozes ladridos nuestra llegada. Los parroquianos se asomaban por las ventanas y nos saludaban con francas sonrisas como si hiciera mucho tiempo que añoraban nuestra llegada. De cuando en cuando nos detenían para abrazarnos, intercambiar un par de palabras afectuosas o para ayudarnos con el equipaje.
Lo mas divertido era ir al río. Mamá parecía ser otra mujer estando en casa de los abuelos. Subía una enorme bandeja llena de ropa sucia en su cabeza, y caminaba con sorprendente equilibrio. Caminaba descalza sobre los gijarros, algo que nunca pudimos imitar sin llevarnos una uña del pie rota o algún raspón.
Atravezábamos un potrero que se extendía vasto en la planicie. El camino hacia el río se había formado a fuerza del paso de los bañistas. Semejaba una serpiente ceniza sobre el pastizal. No habían árboles en todo ese espacio. Al acercarnos aparecían los primeros arbustos y los sauces nos recibían danzarines. El arruyo del agua nos invitaba a despojarnos de las ropas para nadar en improvisadas pozas artificiales.
Era inevitable tragar un poco de agua, que la jícara se fuera con la corriente del río o que el jabón se nos desvaneciera y desapareciera en las oscuras profundidades del agua.
Mamá tendía las sábanas sobre el pedregal y sobre los arbustos. Se notaba jovial, sus movimientos eran mas lentos y armónicos, entonces era feliz.
De regreso a casa comenzaba a caer el manto nocturno, a la lejanía se oía una radio tocando viejas canciones, los perros se adueñaban de las calles sin dejar transitar a los vecinos. Entonces aparecían por todos lados, etéreas, flotantes, pequeñas luciérnagas atravezando el valle ante aquél sórdido silencio. Mi hermano y yo jugábamos a correr detrás de ellas y con suerte cogíamos una para volverla a poner en libertad una vez satisfecha nuestra curiosidad. Esos foquitos deambulantes nos impresionaban tanto que a veces solíamos permanecer absortos mirándolos, hasta que mamá se adelantaba lo suficiente como para apretar el paso, en silencio, sumidos en nuestros propios pensamientos.
Ahora que he crecido sigo pescando pequeñas luces que me alegren el camino.
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