Esa vez Luz y Aurora habían estado por primera vez en el mar, nunca habían imaginado estar ante aquélla vastedad de espacio, de aguas y remolinos. Se dejaron arrastrar sonrientes hacia la playa, las risas las sofocaban y no paraban de caer sobre la ardiente arena, que a aquélla hora se tornaba carbonizante, mas sus pies livianos, acostumbrados a lo abrupto de todos los caminos parecían flotar, hilarantes en su encuentro con las saladas aguas. Y jugaron, traviesas, a mojarse, a chapotear, a huir despavoridas de las nuevas olas acariciantes. El color de sus ropas difería del tono gris de los turistas. Sus colores se revolvían con las ventiscas papaloteando al ras del suelo.
Y salieron del mar, satisfechas, entrelazando sus manos con fuerza, húmedas y solidarias. Aquella alegría nos contagiaba, y yo no veía la hora en que la cámara prendiera, yo me enmuinaba y hacía berrinches, tu entendías que deseaba capturar aquélla escena y me consolabas. Ellas habían conseguido colocarse frente a nosotros, excépticas, exprimiendo sus largas faldas, mientras su mamá las vigilaba complacida. Nosotros no habíamos conseguido protegernos con lociones bloqueadoras de sol, nos ardía el cuerpo, pero más nos ardía el alma con aquéllas sonrisas de niñas exploradoras.
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