En algunas culturas, las fotografías son una especie de hechizería, después de todo una extraña caja que dispara rayos de luz, se roban los rostros y la esencia de todas las cosas. Esa desconfianza inicial, ese nuevo esquema atemoriza a cualquiera, la tecnología, la novedad siempre causa intimidación.
En nuestros pueblos indios sigue sucediendo. Con el paso de los años la cámara fotográfica ha pasado a ser integrada como tecnología en las familias y en las comunidades, significa un archivo personal y comunal de la historia del pueblo, de sus costumbres, fiestas, de los eventos significativos, testimonios en papel de su existencia, una reafirmación de la identidad. Y sin embargo, aún genera desconfianza posar ante la cámara. Al revisar los archivos familiares, o si la confianza y la amistad lo permite, nos asomamos a los archivos fotográficos de vecinos y amigos, observaremos tal desconfianza en la rigidez de la postura, que varía muy poco de archivo en archivo: los brazos pegados a los costados del cuerpo, con fuerza, como si el alma se les fuera a escapar por la piel. El rostro jamás sonríe, solemnes miran a la cámara con el miedo asomando por la ventana de sus ojos. Aún si es boda, un bautizo, la graduación de los hijos, la sonrisa negada muere en la tensión de dos labios ciñéndose uno al otro, herméticos, morados de temor.
Muchas veces intenté fotografiar a mi abuelo, como un paparazzi lo perseguía por la huerta, intenté persuadirlo con palabras tiernas, lo sorpendía in fraganti, como no queriendo la cosa, pero todo había sido inútil, a lo máximo que había llegado era captarlo en movimiento, ocultando su rostro, dando la espalda, inclinándose al piso.
En los días de descanso propios de la Semana Mayor conversábamos en el patio de la casa de mis abuelos. Mi madre me pidió que con la cámara integrada al teléfono móvil, fotografiara a mi viejo. Para mi sorpresa, dócilmente aguardó el largo minuto en el que enfocaba su imagen. En el último momento: esbozó una sonrisa acorralada.