lunes, septiembre 29, 2008

Denuncia.

Me llegó este mensaje de una Hermana Teresiana del colegio donde estudié, se los comparto, estoy conmocionado.
El viernes 12 de septiembre, las hermanas teresianas que viven en Chiapa, comunidad indígena del municipio de Xochiatipan, nos comunicaron, preocupadas, que habían desaparecido en México tres hermanos indígenas oriundos de esa comunidad.

Un vecino de Chiapa, dedicado a la construcción en el Distrito Federal como ayudante de albañil, fue a buscar a sus tres compañeros, uno de ellos su hermano, al cuarto donde vivían, preocupado porque no se habían presentado a trabajar. Llegó a una vecindad, en la colonia El Olivo, cercana a su lugar de trabajo, donde sus compañeros rentaban un cuartito donde vivían hacinados, al igual que otros campesinos que trabajaban también como ayudantes de albañil. El cuarto estaba desordenado, con cosas tiradas y rotas, pero sin señales de robo, ya que estaba allí la “tele”, incluso la cartera de uno de ellos con dinero. Extrañado del caso, informó a sus familiares de Chiapa y ellos los reportaron en el municipio de Xochiatipan como desaparecidos.

Uno de ellos, Herón Gutiérrez Hernández, de 33 años, era el hijo del catequista Toño; el más grande de ellos, de 43 años, Marcos Hernández Antonio, junto con su hijo Marcos Hernández Hernández, apenas de 23, eran a su vez cuñado y sobrino de Toño.

Los del municipio de Xochiatipan, enterados de que habían encontrado 25 cadáveres fruto de una multiejecución en un paraje de La Marquesa , municipio de Ocoyoacac, en el Estado de México, llevaron a familiares para verificar si alguno de los cadáveres de la Marquesa correspondía a los vecinos de Chiapa. Efectivamente: eran ellos. Retuvieron las autoridades de la Procuraduría unos días los cuerpos, mientras se realizaban las autopsias y diligencias, y fue hasta el viernes 20 de septiembre que pudo la comunidad enterrar a sus muertos, entre el dolor y la consternación de los vecinos y la profunda tristeza y orfandad de las esposas e hijos, doce en total y uno en espera… Los cuerpos presentaban señales de tortura y el clásico “tiro de gracia”.

Días después pude visitarlos en la comunidad. No encontré a los hombres, quienes habían salido todos a una junta por cuestiones de tierra, pero pude acompañar a las familias, constatar su profundo dolor y la incertidumbre frente a su futuro de esposas, hermanas, madres y abuela de los muertos. ¿Cómo consolar tanto sufrimiento? Frente a los altares de las casas, llenos de veladoras, flores y lágrimas, mi oración desconcertada y lastimosa, se sumó a la de ellas, resignada y confiada.

Escribo esto con indignación y con la determinación de que hace falta sumarnos efectivamente a un ¡Ya basta!

Esos indígenas, que fueron a trabajar al DF, como tantos otros, buscando mejores ingresos para su familia, completar sus ahorros y terminar la construcción de sus viviendas, tener dinero para pagar los “peones” de la milpa que da de comer a sus hijos, pareciera que estuvieron en el “lugar equivocado” y en el “momento equivocado”. Allí donde, según las líneas de investigación del caso, se dio una venganza de narcos, fruto de la suposición de que algunos otros habitantes de la vecindad habrían “soplado” a las autoridades la construcción de un narco-túnel en Mexicali, en la que habían participado con engaños y obligados, el cual fue descubierto y reportado en las noticias días antes de la masacre.

Pero ¿cuáles son ya en México los “lugares y momentos equivocados”? Pareciera que todos los momentos y lugares pueden guardar un peligro. Recuerdo hace años, en el DF, que nos preocupaba sobremanera ir al “centro” porque corríamos el riesgo de que nos robaran la cartera; lo mismo en el metro y camiones que en la pesera. Ni qué decir a la salida de los cajeros automáticos, o el temor al agarrar un taxi. Pero no pasaba de un robo. Poco a poco fuimos leyendo en las noticias del aumento de los secuestros express, del aumento en general de los secuestros, y poco a poco nos fuimos acostumbrando a leerlo en los diarios. Hasta que secuestraron a un amigo, una amiga, un familiar. Supimos, también por la televisión y los periódicos de la “mataviejitas” y nos dolimos de que alguien fuera capaz de matar con tanta crueldad a mujeres indefensas, pero no conocíamos quizás a las ancianas y pronto olvidamos el asunto. Hasta que nos tocó de cerca con la muerte de la maestra Magda, del colegio La Florida y todo el colegio se consternó por el hecho.

Y el narco se fue apoderando de nuestra nación y las ejecuciones fueron parte de las noticias cotidianas, hasta que nos acostumbramos a que todos los días había matanzas producidas por narcos y ya ni siquiera podíamos llevar cuenta del número de cadáveres. “Se pelean entre ellos”, dijimos. Es en Tijuana, Tamaulipas, muy lejos de nosotros. Y un buen día aparecen decapitados en la ciudad de Mérida, donde tenemos un colegio teresiano, y nosotras, junto con toda la ciudad, nos llenamos de terror.

Hoy nos toca a las teresianas de la Huasteca constatar que el narco también ha llegado, con sus tentáculos de violencia y terror, hasta las vidas indefensas de hermanos indígenas que conocemos y queremos.

Y comenzamos a atribuir culpas de la situación: al gobierno corrupto e ineficaz en la lucha contra el narcotráfico y las mafias organizadas; a las policías que les dan cobijo –quizás no sólo por la corrupción, sino por el temor a represalias contra sus familias_; a los empresarios que se prestan a lavar su dinero, a las ansias de poder y riquezas… Y ¿dónde quedamos nosotros, la sociedad civil? ¿Qué acaso una buena parte de la sociedad no coopera, como una “base social” para que opere el narcotráfico: quienes se benefician de sus recursos, quienes callan sabiendo quiénes son, quienes se hacen de “la vista gorda” y los reciben en sus círculos sociales, acuden a sus bodas y bautizos, o los aceptan en sus colegios? Este problema es de todos/as y no se resolverá hasta que como sociedad no pongamos un alto, no exijamos a nuestros gobiernos, no luchemos contra la corrupción cotidiana en la que también estamos implicados/as. Quizás participamos en marchas que dan la vuelta al mundo y después NO PASA NADA. Tenemos que hacer que algo pase, desde cada uno de los espacios donde estamos viviendo. Construir creativamente desde abajo y sumar esfuerzos para enfrentar esta problemática que ha llegado ya a límites de terrorismo, como se comprueba con los granadazos de Morelia.

Otra acción, concreta, eficaz para las familias de los afectados en este momento, es apoyarlos económicamente ya que, al perder al jefe de familia, se quedan sin el ingreso diario para lo más elemental, que es el alimento de los hijos.

Por lo pronto, yo ya no puedo ser insensible a las noticias, porque cada una de ellas, por lejanas que sean en el espacio, me reviven el dolor de los indígenas de Chiapa, renace en mí la indignación y la necesidad de no sólo gritar ¡Ya basta!, sino de actuar comprometidamente, desde donde estoy, por este México, que tanto quiero y que veo sangrar tan cercanamente.

viernes, septiembre 19, 2008

Mi hermoso sobrino Cicharrín.




Condenado chicharrín, por fin nos vemos las caras, tantos meses esperando tu llegada, que bueno que me avisaste con el pensamiento que ya estabas en camino, me habría dado harta muina no haber estado con tus amorosos padres pa darte la bienvenida a este mundo, que si no es perfecto, te prometo que aprenderás a amar y a trabajar sobre el para que sea el mundo que tu quieras para tí.
Te amo desde mucho antes de haberte mirado a los ojos, en ellos reconozco mi sangre fluyendo dentro de tí, mi historia, mi justificación para estar aquí.
Soy tu tío Carlos, el que te prometió muchos viajes juntos e irreverencias para compartir. Espero que tu vida sea buena, y cuando me necesites solo piensa en mi. Allí estaré viviendo en ti, en tus pensamientos.
Sabiduría para vivir te deseo.
Gracias por existir.

martes, septiembre 02, 2008

Lluvia, jardínes, huapango y café: Festival de las huastecas, el encuentro con sus raíces.





El taxi nunca llegó. Tomé la maltrecha maleta y caminé a través de la oscura carretera. El silencio impregnó a la madrugada permitiéndome escuchar mis pasos.Los pocos automoviles a esa hora transitaban somnolientos. Al entrar a la ciudad vislumbré a la distancia a un hombre viejo aferrado a su morral. Pronto nos encontramos frente a frente: -¡buens días! me dijo sin detener su paso y se alejó cabizbajo. Mas adelante un hombre jóven acarreaba a un pequeño que se esmeraba por emparejar sus pasos. No me dijeron nada. Una mujer vendía zacahuil en la esquina de la terminal de autobuses de Huejutla y la vela con la que se alumbra se escurría caprichosa hasta el suelo.




El viaje a Xilitla fue cansado. La sierra potosina, húmeda y exhuberante, recibió la visita de los tlaloques, bipolares, intempestivos, a menudo dejaban caer sus cántaros en los tiernos cafetales, y la vida abundaba colándose por los ojos.




Javier, con su acostumbrada barba crecida y desaliñada, me esperaba estóico en la terminal de autobuses. Había esperado por horas mi llegada y en un salto se puso de pie para fundirse conmigo en un abrazo ,ante el escrutinio de las miradas congregadas, prestas a abordar los autobuses y huir quien sabe de que fantasmas, quien sabe de que peligros.




Desayunamos en el mercado municipal. El humeante café con pan nunca fué bebido. Casimiro y su compadre saludaron de muy buen humor y se sentaron en la mesa contigua. En sus rostros se marcaron los excesos de la noche, habían sobrevivido a la noche, maltrechos recibieron las primeras luces del alba, guardado había quedado el violín, se apaciguaron los demonios musicales.



Nos ofrecieron una cerveza como desayuno. La conversación nos llevó al paisaje serrano de San Bartolo Tutotepec, donde lo aguardan sus hijas mellizas, y una mujer que lo toca como al arco del atesorado violin, pero sobre todo, nos llevó en palabras al terruño donde lo aguardan todos sus muertos. La fiesta parecía cobrar vida a tales horas de la mañana, pero prevaleció la prudencia y nos excusamos con sonriente cortesía: recompensó entonces la amena charla con su disco autografiado y nosotros perdimos el honor en una insospechada falsa promesa.


La presentación de libros fue exquisita. El fetival de las Huastecas, a pesar de ser un esfuerzo por ejercer la huastequidad, no se ha librado del elitismo. Extrañé al pueblo en ese mar de intelectuales. El saber se ha quedado solo entre unos cuantos, aun hace falta algo para que llegue a las masas, a los protagonistas de esas historias que se redactan, que se cuentan, que se comparten en adornadas mesas. Gonzalo presentó su trabajo de investigación etnomusical y a mi me quedaron ganas de platicarle cómo usámos sus músicas del maíz en un taller de corporalidad e identidad cultural impartido a mis colegas psicólogos huastecos.




La cosmovisión bordada en los textiles huaxtecos nos maravillaba. Los árboles de la vida se extendían y ramificaban como la selva húmeda de la que estábamos rodeados. Los cafetales enrojecían a lo lejos, en las cañanas y en los declives de la sierra. Un potente olor a café ascendía todo el tiempo como ofrenda para apaciguar a los tlaloques, pero al parecer la cafeína los puso hiperquinéticos: llovía sin tregua.




El cansancio ya no nos dejó asistir a todas las actividades del festival. Dormimos en el único cuarto de hotel improvisado por el que tuvimos que desenbolsar una fuerte suma: la ley de la oferta y la demanda. Abrazados, mi imaginación se escapaba arrullada por la llovizna golpeando la hierba hasta el jardín surrealista de Edward James y me sentía reptil, bambú, raíz y agua.



A diferencia de otros festivales huastecos a los que he asistido, nunca había visto a tanta gente bailar en los fandangos con el frenesí y gusto que observé en Xilitla. El día de la clausura se anticipó la hora de la huapangueada: se comenzó a tocar desde las 3 de la tarde y a la media noche la tarima principal del escenario rebosaba de parejas zapatenado con gusto al unísono.



Se extinguieron los sonidos del baile y en la madrugada, una vez más Javier y yo nos separamos, con la renovada promesa de encontrarnos en la grán metrópoli, aquella que en unas horas después quedaría parcialmente paralizada por las incontables marchas de activistas sociales. Javier se marchó por el sur, y yo me fuí por el norte con un puño levantado al aire.